Esta es la versión corregida y abreviada de un texto sobre el cine de Robles Godoy publicado originalmente en el libro 100 años de cine en el Perú: una historia crítica.
La presencia de Armando Robles Godoy (Nueva York, 1923) aparece con nitidez y contundencia en muchos momentos de la trayectoria del cine peruano a partir de los años sesenta. Sus incursiones coincidieron siempre con el deseo de sacar adelante algún proyecto, impulsar un movimiento, estrenar alguna película. Estuvo siempre detrás de un cometido ante el que resultó imposible mantenerse al margen. El suyo es un "yo armado", dispuesto a hacerse escuchar, provocando, y ubicándose en el centro mismo del debate y la atención pública.
Los estrenos de Ganarás el pan (1965) y En la selva no hay estrellas (1967), sus dos primeros largos, fueron hechos insólitos en el desfalleciente panorama del cine peruano de los años sesenta, sostenido por las "coproducciones" con México. A pesar de las debilidades expresivas del semi-documental Ganarás el pan, ambas revelaron una idiosincrasia y una deliberada afirmación de personalidad.
En 1970, estrenó La muralla verde. Más tarde, en 1973, acogido a los beneficios del Decreto Ley No. 19327, lanzó Espejismo. Luego realizó cortometrajes y dirigió el Taller de Cinematografía, hasta que en 1987 estrenó, en circuitos culturales únicamente, un nuevo largo, Sonata Soledad. En 2003, exhibió Imposible amor.
Robles Godoy fue, en los años 60, el primer cineasta peruano que percibió que la realización cinematográfica no era sólo un asunto de pericia técnica, sino también de progresivo dominio de un lenguaje muy vivo y cambiante, que asimila con voracidad hallazgos expresivos de cineastas de antes y de ahora, de clásicos y contemporáneos. Cinéfilo, crítico de cine del diario La Prensa durante 1962 y 1963, su estilo, a partir de La muralla verde, fue se hizo cada vez más referencial, procurando mostrarse cada vez menos "director" y más "artista", en el sentido de cultivar los rasgos de un estilo y una escritura fílmica ostensibles.
Desde los años en que ejerció la crítica de cine, Robles dejó saber que los cineastas y películas que atraían su admiración no eran aquellas que la renovadora crítica francesa de la época había revalorado y que aparecían, sobre todo en el interior del cine americano, como los exponentes de la novedad enclavada en el centro mismo de un depurado clasicismo. No le llamaba la atención la fase de madurez clásica y de decantación expresiva del cine americano de fines de los años 50, expresión de plenitud expositiva arraigada en la obra de Griffith, gran fundador del cine de vocación narrativa. Tampoco le llamaba la atención las modalidades del realismo que fundaron una de las tendencias más ricas de la modernidad. Por ejemplo, el cine de Roberto Rossellini, denostado por él.
El norte del cine de Robles estaba más allá, en Europa, y sus modelos mayores fueron las obras de los realizadores que encarnaban cierta concepción de la ruptura, la puesta al día temática, o que lucían con orgullo un estilo diferenciado y personal, como Resnais, Antonioni y algunos más.
En algunos de ellos de manera evidente, en otros de forma más discreta, las películas de esos cineastas aparecieron, a fines de los años cincuenta e inicios de los sesenta, como tentativas por superar e incluso liquidar una dramaturgia cinematográfica basada en el relato, la representación y la filiación genérica. Las películas europeas, herederas del neorrealismo y la sensibilidad de postguerra, lucían todos los atributos de la novedad. Para el aficionado limeño que apreciaba, desde una perspectiva excéntrica, sólo las obras pico de algunos autores, cintas como Hiroshima, mi amor (Alain Resnais, 1959), La noche (Michelangelo Antonioni, 1961) u 81/2 (Federico Fellini, 1963) poseían un carácter final y culminante: eran una forma de reinventar y reescribir el cine. Y sin embargo, en el medio en que se hicieron y para sus propios autores, esas películas eran no el fin, sino parte de una búsqueda, de un avanzar a tientas, de ir construyendo una expresión propia.
De este modo, Robles hizo su primer largo en 1965, en un momento en que las películas estaban determinadas por un afán de "significar", en el sentido literal de la palabra. To make sense era la consigna entre los cineastas "cultos", apegados a la práctica de un estilo calidoscópico, hecho de fragmentaciones temporales, puntuaciones sincopadas, transiciones abruptas, manipulación evidente del material fílmico con el fin de hacerle emanar un sentido que era la huella de la intervención del director omnipresente y responsable de todas las instancias de la expresión fílmica. La actitud pronto se convirtió en ideología y temperamento de la época.
A partir de La muralla verde - una década después del período de mayor efervescencia en esa exposición de la novedad- que Robles rindió tributo a esas formas vinculadas con una ruptura que, muy pronto, se convirtió en tradición. Y no encontró mejor modo de hacerlo que multiplicando efectos, practicando la distorsión y anamórfosis de los rasgos de estilo de sus admirados Resnais o Antonioni. Acuño, entonces el filón manierista perceptible en sus tres últimas películas, ajenas a cualquier tendencia insinuada en el desarrollo del cine peruano. Películas semejantes entre ellas y fieles sólo a sí mismas.
El cine de Robles mantuvo siempre relaciones de oposición con el resto del cine hecho en el país. A la crónica precariedad artesanal de éste, opuso una inflexible exigencia profesional, un irreprochable metier, una relación obsesiva con la técnica. A su concepción narrativa, opuso un punto de partida que recusaba tanto la coherencia sin falla del relato y la concepción sicológica de los personajes como la preocupación por lograr el todo orgánico, el mundo total.
Lo que buscó, película tras película, fue propiciar la multiplicación de los sentidos, confiado en un método repetido una y otra vez: el juego combinatorio de tiempos y espacios, propuesto al espectador como resultado del aprovechamiento de las posibilidades aleatorias del montaje, de la edición, concebida como poco menos que la esencia de la expresión fílmica.
Fue en el uso intensivo de la combinatoria del montaje – como medio para crear contrapuntos visuales, fragmentaciones del relato, desconexión temporal, desconstrucción espacial, posibilidad de poner en primer plano detalles parasitarios o secundarios – que Robles fundó su idea de un cine cuyo lenguaje está aún inexplorado y que contiene posibilidades inefables de expresión. Ese “lenguaje misterioso” al que se refiere con insistencia, que posee concomitancias con los modos de expresión musicales y que es apto para dar cuenta de la duración fílmica concebida no como un flujo de armonía continua – del modo en que veía Bergson a la temporalidad humana – sino como una pluralidad de momentos aislados que la fantasía y la imaginación reúnen y mantienen atados.
El “mensaje” proclamado
Pero a diferencia de lo postulado por tantos cineastas modernos, en los que la fractura del relato y la pluralidad de los sentidos tienden a la opacidad y a la ambigüedad, que son señales de la "obra abierta", las cintas de Robles lucen múltiples tramas que refuerzan un mensaje unívoco, expuesto a veces con afán catequístico.
La muralla verde, por ejemplo, se levanta como una requisitoria contra la abulia del sistema burocrático, indiferente ante un empeño individual extraordinario. En Espejismo, el motivo de la oposición entre "lo viejo y lo nuevo" - el país que pasa y el país que viene- articula los ambientes, espacios e imágenes de la cinta, que se ordenan siguiendo el ritmo de una construcción musical y buscan regirse por la ilusoria disciplina formal del espejismo. Sin embargo, hacia el final, el espejismo se disuelve y la cinta revela que el misterio inextricable es en verdad un dato argumental escondido. La certeza sustituye al desconcierto y la revelación del enigma que da origen al “leit motiv” del “hombre que corre” soslaya la cualidad incantatoria con que se ofrece hasta entonces, para revelar la índole de su concepción dramática. En Sonata Soledad, por último, los tres movimientos que le dan forma desarrollan un motivo común: el conflicto entre realidad y deseo; la oposición entre un ahora pleno de insatisfacción y frustraciones y una realidad "otra", imaginada como mejor o más gratificante.
La opacidad del símbolo, en el cine de Robles, se diluye en la formulación del "mensaje".
Pero ocurre que la imaginación del realizador tiende a la ostentación y el dispendio, a la amplificación generalizada de efectos y es proclive a hacer de ciertos procedimientos narrativos o recursos formales, fetiches, adornos, juegos de brillantez, morceaux de bravoure. La suya es una escritura infatuada, que exhibe su opulencia modernista como en una vitrina.
Su estrategia expresiva preferida consiste en extraer del flujo de la ficción algunos vistosos componentes visuales o sonoros para remarcarlos y hacer de ellos el objeto de alguna pequeña proeza técnica. Se ejercita en el arte del "solo", a la manera de algún afanoso trompetista que, irritado por la regularidad de su afiatado conjunto musical, se decidiese por el lucimiento individual de su destreza.
Hay en La muralla verde y Espejismo, exhibiciones, "solos" de imágenes (de notable factura, debidas a su hermano, el fotógrafo Mario Robles Godoy), de aires musicales, de frases, de movimientos de cámara. Signos de confianza en el poder de la ilusión y de fascinación provocadas por el cine como medio audiovisual, pero también pretexto para subrayar el sentido, para recalcar lo dicho, para insistir en la postulación o simplemente para reivindicar la posesión de un virtuosismo técnico exhibido como atributo de saber y poder.
Los estrenos de Ganarás el pan (1965) y En la selva no hay estrellas (1967), sus dos primeros largos, fueron hechos insólitos en el desfalleciente panorama del cine peruano de los años sesenta, sostenido por las "coproducciones" con México. A pesar de las debilidades expresivas del semi-documental Ganarás el pan, ambas revelaron una idiosincrasia y una deliberada afirmación de personalidad.
En 1970, estrenó La muralla verde. Más tarde, en 1973, acogido a los beneficios del Decreto Ley No. 19327, lanzó Espejismo. Luego realizó cortometrajes y dirigió el Taller de Cinematografía, hasta que en 1987 estrenó, en circuitos culturales únicamente, un nuevo largo, Sonata Soledad. En 2003, exhibió Imposible amor.
Robles Godoy fue, en los años 60, el primer cineasta peruano que percibió que la realización cinematográfica no era sólo un asunto de pericia técnica, sino también de progresivo dominio de un lenguaje muy vivo y cambiante, que asimila con voracidad hallazgos expresivos de cineastas de antes y de ahora, de clásicos y contemporáneos. Cinéfilo, crítico de cine del diario La Prensa durante 1962 y 1963, su estilo, a partir de La muralla verde, fue se hizo cada vez más referencial, procurando mostrarse cada vez menos "director" y más "artista", en el sentido de cultivar los rasgos de un estilo y una escritura fílmica ostensibles.
Desde los años en que ejerció la crítica de cine, Robles dejó saber que los cineastas y películas que atraían su admiración no eran aquellas que la renovadora crítica francesa de la época había revalorado y que aparecían, sobre todo en el interior del cine americano, como los exponentes de la novedad enclavada en el centro mismo de un depurado clasicismo. No le llamaba la atención la fase de madurez clásica y de decantación expresiva del cine americano de fines de los años 50, expresión de plenitud expositiva arraigada en la obra de Griffith, gran fundador del cine de vocación narrativa. Tampoco le llamaba la atención las modalidades del realismo que fundaron una de las tendencias más ricas de la modernidad. Por ejemplo, el cine de Roberto Rossellini, denostado por él.
El norte del cine de Robles estaba más allá, en Europa, y sus modelos mayores fueron las obras de los realizadores que encarnaban cierta concepción de la ruptura, la puesta al día temática, o que lucían con orgullo un estilo diferenciado y personal, como Resnais, Antonioni y algunos más.
En algunos de ellos de manera evidente, en otros de forma más discreta, las películas de esos cineastas aparecieron, a fines de los años cincuenta e inicios de los sesenta, como tentativas por superar e incluso liquidar una dramaturgia cinematográfica basada en el relato, la representación y la filiación genérica. Las películas europeas, herederas del neorrealismo y la sensibilidad de postguerra, lucían todos los atributos de la novedad. Para el aficionado limeño que apreciaba, desde una perspectiva excéntrica, sólo las obras pico de algunos autores, cintas como Hiroshima, mi amor (Alain Resnais, 1959), La noche (Michelangelo Antonioni, 1961) u 81/2 (Federico Fellini, 1963) poseían un carácter final y culminante: eran una forma de reinventar y reescribir el cine. Y sin embargo, en el medio en que se hicieron y para sus propios autores, esas películas eran no el fin, sino parte de una búsqueda, de un avanzar a tientas, de ir construyendo una expresión propia.
De este modo, Robles hizo su primer largo en 1965, en un momento en que las películas estaban determinadas por un afán de "significar", en el sentido literal de la palabra. To make sense era la consigna entre los cineastas "cultos", apegados a la práctica de un estilo calidoscópico, hecho de fragmentaciones temporales, puntuaciones sincopadas, transiciones abruptas, manipulación evidente del material fílmico con el fin de hacerle emanar un sentido que era la huella de la intervención del director omnipresente y responsable de todas las instancias de la expresión fílmica. La actitud pronto se convirtió en ideología y temperamento de la época.
A partir de La muralla verde - una década después del período de mayor efervescencia en esa exposición de la novedad- que Robles rindió tributo a esas formas vinculadas con una ruptura que, muy pronto, se convirtió en tradición. Y no encontró mejor modo de hacerlo que multiplicando efectos, practicando la distorsión y anamórfosis de los rasgos de estilo de sus admirados Resnais o Antonioni. Acuño, entonces el filón manierista perceptible en sus tres últimas películas, ajenas a cualquier tendencia insinuada en el desarrollo del cine peruano. Películas semejantes entre ellas y fieles sólo a sí mismas.
El cine de Robles mantuvo siempre relaciones de oposición con el resto del cine hecho en el país. A la crónica precariedad artesanal de éste, opuso una inflexible exigencia profesional, un irreprochable metier, una relación obsesiva con la técnica. A su concepción narrativa, opuso un punto de partida que recusaba tanto la coherencia sin falla del relato y la concepción sicológica de los personajes como la preocupación por lograr el todo orgánico, el mundo total.
Lo que buscó, película tras película, fue propiciar la multiplicación de los sentidos, confiado en un método repetido una y otra vez: el juego combinatorio de tiempos y espacios, propuesto al espectador como resultado del aprovechamiento de las posibilidades aleatorias del montaje, de la edición, concebida como poco menos que la esencia de la expresión fílmica.
Fue en el uso intensivo de la combinatoria del montaje – como medio para crear contrapuntos visuales, fragmentaciones del relato, desconexión temporal, desconstrucción espacial, posibilidad de poner en primer plano detalles parasitarios o secundarios – que Robles fundó su idea de un cine cuyo lenguaje está aún inexplorado y que contiene posibilidades inefables de expresión. Ese “lenguaje misterioso” al que se refiere con insistencia, que posee concomitancias con los modos de expresión musicales y que es apto para dar cuenta de la duración fílmica concebida no como un flujo de armonía continua – del modo en que veía Bergson a la temporalidad humana – sino como una pluralidad de momentos aislados que la fantasía y la imaginación reúnen y mantienen atados.
El “mensaje” proclamado
Pero a diferencia de lo postulado por tantos cineastas modernos, en los que la fractura del relato y la pluralidad de los sentidos tienden a la opacidad y a la ambigüedad, que son señales de la "obra abierta", las cintas de Robles lucen múltiples tramas que refuerzan un mensaje unívoco, expuesto a veces con afán catequístico.
La muralla verde, por ejemplo, se levanta como una requisitoria contra la abulia del sistema burocrático, indiferente ante un empeño individual extraordinario. En Espejismo, el motivo de la oposición entre "lo viejo y lo nuevo" - el país que pasa y el país que viene- articula los ambientes, espacios e imágenes de la cinta, que se ordenan siguiendo el ritmo de una construcción musical y buscan regirse por la ilusoria disciplina formal del espejismo. Sin embargo, hacia el final, el espejismo se disuelve y la cinta revela que el misterio inextricable es en verdad un dato argumental escondido. La certeza sustituye al desconcierto y la revelación del enigma que da origen al “leit motiv” del “hombre que corre” soslaya la cualidad incantatoria con que se ofrece hasta entonces, para revelar la índole de su concepción dramática. En Sonata Soledad, por último, los tres movimientos que le dan forma desarrollan un motivo común: el conflicto entre realidad y deseo; la oposición entre un ahora pleno de insatisfacción y frustraciones y una realidad "otra", imaginada como mejor o más gratificante.
La opacidad del símbolo, en el cine de Robles, se diluye en la formulación del "mensaje".
Pero ocurre que la imaginación del realizador tiende a la ostentación y el dispendio, a la amplificación generalizada de efectos y es proclive a hacer de ciertos procedimientos narrativos o recursos formales, fetiches, adornos, juegos de brillantez, morceaux de bravoure. La suya es una escritura infatuada, que exhibe su opulencia modernista como en una vitrina.
Su estrategia expresiva preferida consiste en extraer del flujo de la ficción algunos vistosos componentes visuales o sonoros para remarcarlos y hacer de ellos el objeto de alguna pequeña proeza técnica. Se ejercita en el arte del "solo", a la manera de algún afanoso trompetista que, irritado por la regularidad de su afiatado conjunto musical, se decidiese por el lucimiento individual de su destreza.
Hay en La muralla verde y Espejismo, exhibiciones, "solos" de imágenes (de notable factura, debidas a su hermano, el fotógrafo Mario Robles Godoy), de aires musicales, de frases, de movimientos de cámara. Signos de confianza en el poder de la ilusión y de fascinación provocadas por el cine como medio audiovisual, pero también pretexto para subrayar el sentido, para recalcar lo dicho, para insistir en la postulación o simplemente para reivindicar la posesión de un virtuosismo técnico exhibido como atributo de saber y poder.
Así, en Espejismo, el "solo" de las imágenes del trabajo en el lagar y del masivo rito católico de la procesión, enlazadas por el montaje paralelo, incitan a la fruición de un efecto virtuoso, a la vez que subrayan con énfasis la idea de un grupo humano que avanza subyugado por el trabajo alienado y por su convicción religiosa.
La muralla verde aparece como una antología de imágenes, procedimientos y recursos - acumulación exacerbada de "solos"- destinados a persuadirnos de que cualquier efecto de sentido se logra por la repetición de formulaciones alegóricas.
Las imágenes multiplicadas del sinuoso transcurrir de los autos de la comitiva presidencial se alternan con los planos del avanzar parsimonioso de la serpiente que amenaza al niño: la indolencia burocrática, ponzoñosa como la serpiente (la metáfora subrayada), es tan torpe e indolente como la polvareda que levanta el paso de un coche oficial. Pero también la vertiginosa visión de los interminables corredores de la dependencia burocrática, con los pasos del protagonista colmando la banda sonora –que acentúa el procedimiento del stream of consciousness ejecutado a la manera de Resnais-, o los subrayados primeros planos de la boca del actor que encarna al burócrata, se ofrecen como piezas únicas, íconos virtuosos, destinados a reforzar el concepto del extraordinario esfuerzo de ese hombre ejemplar en su deseo de colonizar la selva peruana. Son signos de su empeño para sobreponerse al desbordamiento del espacio y el tiempo, de las imágenes y los sonidos. Y lucen la orgullosa cualidad de ser hechura de quien se siente virtuoso y usa el cine como un inmenso muestrario de artificios o vitrina de efectos.
¿Modernidad?
A diferencia de Resnais o Welles, en los que el estilo subyuga al espectador y le desarma para enfrentarlo sin mayores defensas con un universo de desconcierto, pesadilla o caos - el horror indecible de Hiroshima y Nevers; la quintaesencia del mal que rodea a Quinlan en Sombras del mal (Touch of Evil de Orson Welles; 1958) -, a una tierra de nadie del sentido, en las películas de Robles la pirotecnia audiovisual es la introducción a un mundo afirmativo, asertivo, seguro de sí mismo, pletórico de convicciones.
En La muralla verde y en Espejismo no existen los personajes desarraigados "no reconciliados", desbordados por la disgregación del relato fílmico, enfrentados a los interrogantes de los espacios baldíos, como en el gran cine de la modernidad, desde Alemania año cero hasta La aventura. El pionero de La muralla verde y el migrante de Espejismo son personajes de signo positivo, afirmativo, seguro. Se oponen al burócrata y al niño que vaga por la hacienda vacía.
El antagonismo entre los que se mueven y los que están quietos, aunque parezcan agitados: esos son los tipos en conflicto en el cine de Robles Godoy.
Unos actúan, desean, luchan, viven; los otros son rémoras y están orientados hacia la disolución. Hay como una proyección evidente del categórico individualismo del realizador en la exaltación de los primeros.
La secuencia de La muralla verde en la que Julio Alemán enfrenta al Director de Colonización resulta ejemplar al respecto. Todo allí evoca la onírica pesadilla del Anthony Perkins de El proceso (The Trial de Orson Welles, 1962). Pero su transcripción es más bien una inversión de signos. El montaje no es aquí la vía directa para abismar al personaje y al espectador en el absurdo y la desesperación --como ocurría con Joseph K-; por el contrario, del centro del torbellino emerge un Julio Alemán erguido y decidido frente a la maraña de trámites y cortapisas que le impiden realizar su destino. Potenciada por el crescendo del ritmo de las imágenes y de la banda sonora, saturada por el ruido seco de sus pasos, la figura hiperbólica del protagonista termina imponiéndose como una suerte de fuerza enfrentada al caos.
El colono de la muralla verde y el niño campesino de Espejismo son formulaciones del mismo tema recurrente: la lucha del individuo para afirmar su identidad y su individualidad frente a un mundo que la forma cinematográfica representa hostil, cuando no desordenado, a fuerza de recurrir al procedimiento retórico de multiplicar la agitación de lo perceptible.
El manierismo se impone
Los filmes de Robles miman sus imágenes, siempre compuestas y acicaladas, lo que termina por separar a los personajes de los decorados en los que están insertos, de divorciar al cuerpo del actor de su medio. Lanza, en dimensiones distintas, a actores, escenarios, cámara, luces, montaje.
De allí que los fuegos de artificio formales que son sus películas terminen, a menudo, por sofocar el subyacente interés humano de la anécdota, a la vez que apuntalan y levantan la "gran idea" y la postulación metafórica, que son los modos de enunciación privilegiados en su cine.
En las películas de Robles Godoy todo le ocurre a la imagen y nada a los personajes, que son hilos conductores en el caleidoscopio de ideas. Hilos muy delgados y de escasa consistencia (Helena Rojo, Sandra Riva), inmunes al diseño psicológico propio de la dramaturgia narrativa. Por eso, los diálogos en La muralla verde o Espejismo son enunciados por personajes ubicados en la frontera del encuadre, de espaldas, o provenientes de un indefinido espacio en off. Pero si, por el contrario, es preciso que algún parlamento quede subrayado, el tono es sentencioso y la pronunciación impostada (como las frases del maestro de Hernán en Espejismo), lo que convierte a los personajes en portaestandartes o voceros de las convicciones del realizador y despojando a las situaciones de verosimilitud o "naturalismo".
Es cierto que el director ha sostenido que no le interesa construir caracteres o hacer de los personajes las piezas de un relato desarrollado de acuerdo a los cánones del cine representativo tradicional. Sin embargo, sus películas nunca se erigen como una alternativa a esas disciplinas formales clásicas. Por el contrario, las cintas de Robles Godoy narran historias en cuyo centro se mueven personajes que aspiran al drama.
Los personajes nunca son el centro del interés del realizador. Es la imagen la que concentra todas las potencias de seducción. Por eso, Robles Godoy poco se interesó por trabajar a lo largo de su carrera con las técnicas de una vertiente del cine moderno descendiente del neorrealismo, ávida por capturar con la cámara esa verdad documental que los actores-personajes debían ayudar a revelar. La verdad que se desprende, por ejemplo, de las imágenes de Viaje a Italia de Rossellini, de Adiós Filipinas (Adieu Philippine, 1963) de Jacques Rozier o de Masculino-Femenino (Masculin - Feminin, 1966) de Jean Luc Godard. El director marchó indiferente, pues, al entusiasmo generalizado por el sonido directo, por el plano secuencia y por la estética de la inscripción de la realidad en el corazón mismo de la ficción que esos métodos trajeron consigo.
La concepción del cine que postula el director parte del principio de que la imagen es por naturaleza falsa, que es una pieza que se acomoda, se altera y modifica su sentido gracias al montaje, que es pasible de todo tipo de alteraciones y de afeites y que su contenido --sean actores, objetos del decorado y las luces que los hacen perceptibles -, no importa cuán cargado de realidad o cuán sucio, pesado o rugoso sea, puede convertirse en objeto de ilusión o trampantojo.
Quizá es el modo en que usa sus escenarios lo que puede explicar mejor esta convicción. La selva y el desierto, espacios vastos, ardientes y saturados de presencia, se convierten en sus películas en elementos escenográficos, en ámbitos extraídos de alguna alucinación, en marcos descontaminados de realidad.
En Espejismo, el desierto está a menudo filmado con teleobjetivos que le confieren a la imagen una reverberación a la vez que una inmensa inamovilidad, situándolo en el límite mismo de la irrealidad o la abstracción. En Sonata Soledad. Robles en persona pasea por un bosque que es el escenario del encuentro de fantasías que aparecen y se alejan con la regularidad de representaciones que ocurren en un espacio de vocación fantasmagórica e índole irreal o mental.
En los interiores ocurre lo mismo. Los figurantes de Espejismo aparecen sobre fondos oscurecidos, sobre superficies desprovistas de cualquier elemento que asemeje a un mobiliario realista ubicado en el decorado con fines ambientales. En Sonata Soledad, los personajes están extrañados en algún lugar impreciso de la imaginación, sobreimpresos en escenarios que les contagian su irrealidad, su carácter ilusorio, su naturaleza especular.
Robles reivindica, sin embargo, un cine de abierta carnalidad. Los momentos amorosos de sus cintas, afirma, tienen un relieve erótico de interés excepcional en nuestro cine. No obstante, es difícil hablar de carnalidad sin exaltar o en cualquier caso prestar atención principal al cuerpo o sin sentir deseo visual por la presencia de los actores.
Y así como los personajes son, en el cine de Robles, función de una enunciación formal, los actores son objetos en el encuadre, siluetas, reflejos, ilusiones de un espejismo, meras presencias plásticas. El cuerpo también es preterido en favor del efecto visual. Así, en La muralla verde, la pareja se ama entre cortinas y su acción es multiplicada en una profusión de imágenes que llaman la atención sobre sí antes que sobre la acción mostrada. En Espejismo, el amor sobre la arena posee una cualidad espectral que no es más que la prolongación del tratamiento escenográfico del desierto: el amor percibido a la distancia como un rito imaginario. En el tercer movimiento de Sonata Soledad, contagiado por el tono fúnebre y desencarnado de todo el film, el amor está particularmente desprovisto de deseo. Aparece en una secuencia estática y prolongada, filmada incluso sin la habitual parafernalia óptica a la que se rinde tributo en las otras dos cintas.
Quizá sea esa profusión de imágenes fantasmales, de impecable acicalamiento pero desprovistas de savia, ajenas a la singularidad de las cosas y los seres, que transcurren resistiéndose a ser sometidas a cualquier disciplina formal, como impulsadas por la voluntad de un antojadizo demiurgo, la cualidad que marca el cine de Robles con un carácter fúnebre, con ese tono luctuoso que contradice la personalidad de su realizador, activo y vital como pocos.
Sin embargo, en las secuencias más logradas de sus películas podemos llegar a sentir la promesa de un todo a descubrir y gozar; secuencias que tienen el mismo valor sintomático de un trailer, causante de la excitación que nos provocan las escenas entrevistas de alguna película próxima a estrenarse. En ellas vemos un cúmulo de imágenes de buena hechura que se suceden sin que nos interesen tanto su valor o función dramática, pues se ofrecen como las palabras entrecortadas del telegrama, como el cifrado mensaje que incita a la curiosidad a causa de su naturaleza elíptica: promesa de que luego nos enteraremos de algo más, que pronto tendremos un conocimiento más articulado y completo, más organizado y disciplinado. La expectativa de una ficción acabada, en suma.
Las películas de Robles Godoy son esa promesa incumplida. En el transcurso de la proyección las secuencias pierden su valor sintomático para convertirse en una suerte de exhibición dispersa de fragmentos de un todo elusivo, nunca logrado. Como si sus filmes terminaran siendo más débiles que la suma de sus partes.
Ricardo Bedoya