viernes, 16 de septiembre de 2011

Medianoche en París



Si existe una ciudad amada por el cine de Hollywood, esa es París. En el melodrama y en la comedia, en el romance y el musical, el París de Borzage en “El séptimo cielo”, de Minnelli en “Un americano en París”, o de Donen en “Funny Face”, es un lugar feérico, visto a través de filtros y afeites, donde todas las potencias del deseo y la imaginación se encuentran.

El París de Woody Allen es como uno de esos espacios privilegiados del musical, como el Central Park de “Brindis al amor”, de Minnelli: un territorio donde se anula la verosimilitud, se destierra el realismo y donde se aceptan todas las posibilidades de lo imaginario. Si los protagonistas del musical, sin romper la continuidad, pasan de hablar a cantar y de caminar a bailar, el Owen Wilson de “Medianoche en París” atraviesa una frontera invisible y los fantasmas del pasado salen a su alcance. Convertido en “alter ego” de Woody Allen –como ocurre con casi todos los actores que protagonizan una película en la que Woody no es el titular-, imitando sus soliloquios ansiosos y movimientos abruptos, Wilson logra evadirse de su futura esposa y sus próximos suegros, simpatizantes del Tea Party, hacia el París del clisé de los turbulentos años veinte intelectuales, el de la “fiesta portátil” de Hemingway, el cenáculo de Gertrude Stein y el grupo de los “locos” surrealistas.

Allen es un americano en París y no se acompleja ante las previsibles críticas de los “verosímiles”, que exigen cuotas de realidad que aquí no van a encontrar. “Medianoche en París” muestra una ciudad de tarjeta postal donde circulan héroes intelectuales que se definen por rasgos casi de estereotipo. Ahí están Zelda Fitzgerald con sus cambios abruptos de ánimo, y Dalí gritando su apellido para que la inmortalidad lo tenga en cuenta, y Hemingway buscando alguna bronca de bar, y Luis Buñuel, estólido, descubriendo que Owen Wilson fue el argumentista original de “El ángel exterminador”, y Scott Fitzgerald como un niño bonito jaloneado por la frivolidad y la pasión. “Medianoche en París” no es un ensayo documentado sobre una época ni una disertación sobre la “Generación Perdida”. Es, más bien, una fantasía de miniatura, un capricho, un juguete nostálgico, la expresión de una memoria fascinada por el relumbrón mitológico de un lugar y un momento.

Pero es también la película de un cineasta viejo y clásico que ha decantado los trucos de su oficio. Y eso se pone de manifiesto en un momento antológico que apunta una dimensión mágica sin necesidad de alterar la cronología ni poner al protagonista a la espera del viejo Peugeot o carreta fantasma que le abre las puertas del pasado. Gil, el personaje que encarna Owen Wilson, camina por la calles del París de hoy y escucha a lo lejos una melodía de Cole Porter, uno de sus amigos de medianoche. La música es de un viejo disco de 33 RPM. Gil se acerca y conoce a Gabrielle (Léa Seydoux), la joven “bouquiniste” que se va a convertir en prueba cabal de que el presente es la dimensión temporal que cuenta y pesa en la existencia. Todo en esta secuencia tiene el aire de lo “encantado”: la música que irrumpe, París soleado, un hallazgo fortuito, una mañana cualquiera, el juego de lo aleatorio, la sonrisa de la joven. El viejo Allen celebrando el gozoso azar de los encuentros.

Ricardo Bedoya

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Una celebración de la nostalgia que termina en cuestionamiento.
Genial el personaje de Michael Sheen, que recuerda al Alan Alda de Crímenes y Pecados.
Notable Allen.

Pique

Carmen dijo...

Soy fan de WOODY ALLEN, se extrañan sus peliculas. Esta ultima fue un viaje delicioso a la nostalgia que todos quisieramos realizar alguna vez. Espero que estrenen pronto la otra pelicula de Allen.

Anónimo dijo...

Es un tributo a la mitologia artistica del autor, sin la grandeza de las grandes cintas de hace 20 años o mas y, sin embrago, quienes hemos seguido su cine entendemos el por que y disfrutamos de esta obra menor, acaso el inicio de su obituario cinefilo.
Martin Sanchez Padilla