viernes, 25 de febrero de 2011

El discurso del rey


Es casi un género o, más bien, un subgénero: dos actores de formación británica se encuentran, se saludan y arrancan una confrontación histriónica que les permite desplegar técnicas, exhibir virtuosismos, gratificar sus egos y, ¿por qué no?, cosechar premios. Ahí están Richard Burton y Peter O’Toole en “Becket”, Dirk Bogarde y James Fox en “El sirviente”, Burton y Rex Harrison en “La escalera”, Albert Finney y Tom Courtenay en “El vestidor”, entre tantos otros ejemplos. Hasta directores talentosos se prestan al juego, sobre todo aquellos fascinados por las posibilidades de la dirección de los actores. ¿Recuerdan a Mankiewicz sacando todo el provecho del mundo del encuentro entre Laurence Olivier y Michael Caine, y sus diferencias de dicción, es decir, de clase social, en "Juego Mortal"?



La fórmula es infalible: uno de los actores-personajes es noble y el otro plebeyo; uno es altanero, el otro sumiso; uno expansivo y el otro introspectivo; uno locuaz y gestual, el otro retentivo y lacónico. Uno usa todo su cuerpo como herramienta, mientras que el otro se concentra en la expresividad del rostro que observa y juzga. En las diferencias de jeraquía social, gesto y entonación radica el conflicto dramático y son el sustento para las “performances”.

En “El discurso del rey”, los “gladiadores” son Colin Firth y Geoffrey Rush, ambos notables, claro. Uno, el retentivo, es el Duque de York (más tarde Jorge VI) y el otro es Lionel Logue, el expansivo actor frustrado, intérprete de un Shakespeare de entrecasa y empírico terapeuta del lenguaje. El Duque es tartamudo porque se siente frágil, abrumado por su educación, quebrado por un destino que nunca solicitó: se niega a asimilar el lenguaje del Padre, a entrar en el universo simbólico del Poder, a impostar la voz, entonar y modular con las pausas impuestas por el protocolo y la tradición. Rechaza la dicción requerida para mandar. Pero al mismo tiempo se ve urgido para acatar todo eso. La película cuenta la historia del aprendizaje de esa modulación y la aceptación de un destino, pero en esa vía narrativa todo resulta previsible, colocado con acierto pero sin inspiración ni sobresaltos ni sorpresas.

Lo más atractivo de “El discurso del rey” no está en la socorrida historia de superación, esfuerzo y éxito del Rey Jorge VI que el director Tom Hooper filma con guantes blancos, modales de súbdito, académica limpieza y empleo sistemático -algo redundante y bastante literal- de lentes de focal corta que abren con desmesura el espacio visual para deformarlo y dar cuenta así del carácter devorante y monstruoso con que luce la Corte para un pobre Duque que no puede deletrear el silabario del Poder. No, lo más interesante de esta película no se encuentra en su trtamiento modoso ni en su tono edificante.



Lo más sugerente se halla en los márgenes, en lo que queda apuntado en la historia imaginada por el guionista David Seidler y en la forma en que se encarna en la cinta.

Por ejemplo, en la idea de que un mal actor, intérprete patético de Shakespeare a ojos de los guardianes de la rancia tradición del teatro británico, sea el instructor de un Rey que debe convertirse en “performer”. Lo que da oportunidad para que Geoffrey Rush dé una lección práctica de “mala actuación” en Hamlet y Calibán.



Y que ese “mal actor” sea un hombre como cualquiera en un momento en que la monarquía se ve obligada a adquirir una voz para el pueblo, con reyes exponiéndose a través de un nuevo medio de comunicación, la radio, que iguala y nivela: Colin Firth se humaniza (o se normaliza) en el momento en que su papel es el más emblemático.



O que “El discurso del rey” muestre cuán dramática es la aventura de un aristócrata aprendiendo a pronunciar con corrección una lengua para “todos” en oposición a cuán graciosa y ligera era la trayectoria inversa de una plebeya instruida en la dicción culta del inglés en “Mi bella dama”, esa maravillosa película de George Cukor. Es decir, el “drama” de tener que hablar desde arriba y como todos en oposición a la comedia de tener que simular la “nobleza”.

Ricardo Bedoya

6 comentarios:

Oscar Noriega dijo...

¡Modales de súbdito! Jajaja. Está buena pero no es para tanto, Bedoya. A los reyes sólo se les puede filmar en contrapicado y con el manual de la Academia.

Anónimo dijo...

¡Fórmula! un poco más de criterio Bedoya. Esta historia fue cierta. A bajado su calidad de crítico una barbaridad.

Ricardo Bedoya dijo...
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Ricardo Bedoya dijo...

Las historias que el cine presenta, nunca, nunca, son "ciertas", como usted las llama.

El cine construye sus propias "realidades" y lo hace a partir de retóricas, convenciones, modos de tratamientos diversos y propios de la ficción. Las fòrmulas están ahí. Añgunos las toman tal cual; otros, las fuerzan, tuercen y las convierten en posibilidades para la imaginación y la originalidad.

La fidelidad a una supuesta "realidad" histórica, social, o la que sea, nunca garantiza, ni justifica, ni legitima, ni le da mérito, ni valor ni nobleza a una película.

Jorge VI, a pesar de su existencia histórica verificable y su tartamudez a cuestas, tiene exactamente el mismo valor de personaje fímico que Luke Skywalker, Godzilla, Ben-Hur, el Conde Drácula, el Rick de casablanca, Scarlett O'Hara, Calamity Jane, Vito Corleone o el Pato Donald.

Y la travesía que cuenta El discurso del rey está construida dramáticamente a partir de la oposición entre dos personalidades antagónicas (personajes de cine y no seres de la historia), que es una argucia dramtúrgica que hace más notorias las diferencias sociales, de clase, de jerarquía, entre otras diferencias propias de una monarquía. Sí, se construye una tensión, un conflicto entre personajes de la misma manera en que se urde la oposición entre el muñeco vaquero y el muñeco astronauta en Toy Story. Todos son personajes.

Ni los documentales cuentan "historias ciertas". Pero esa es otra discusión.

Lamento decepcionarlo con lo que digo (sé que mi calidad crítica, después de esto que digo, se reduce aún más y está en el subsuelo)pero, ni modo, es lo que pienso. Jorge VI y su entrenador, sobre la pantalla de un cine, no tienen más "verdad", ni son más cotejables con la realidad, ni son más auténticos que Piolín el canario y el Correcaminos.

Ricardo Bedoya

Ricardo Bedoya dijo...

El comentario anterior lo hice en respuesta al Anónimo del 26 de febrero, a las 21.29

Anónimo dijo...

El premio es a los gustos conservadores y monárquicos de hollywood. Bien aburrido el premio, no así la pelicula.