Los norteamericanos las llaman arty. Se refieren a esas películas de apariencia autoconsciente, acicalada y laboriosa que se esfuerzan por lucir lo que no tienen. Tango es eso: arty a tiempo completo. Convierte una danza arrebatada y una música pasional y popular en un montón de coreografías solemnes, estáticas e inanes, afanosas por significar y teatrales en el peor sentido del término: externas, miradas desde fuera, decorativas por mero afán esteticista, dominadas por un artificio macilento y por la convención.
A su turno, los segmentos dramáticos de la película son lánguidos y avanzan con pies de plomo: pretextos para que Miguel Ángel Sola declame frases sobre la vida, el amor y la muerte en el tono sentencioso y seudo-metafísico de un Grandinetti cualquiera. Es penoso ver al director de Elisa vida mía emulando la trabajosa retórica de las películas de Eliseo Subiela.
El tango, ya lo sabemos, derrocha fuerza y vitalidad. Es libidinal, en el sentido más dispendioso, expansivo y liberador de la palabra. Aquí, en cambio, todo está regido por la ley del significado unívoco: cada melodía o desplazamiento de los bailarines -aporcelanados o de cera- ilustra un momento de la historia argentina, un estado de ánimo crepuscular, la agonía amorosa o física del personaje principal, la represión de la dictadura de Videla. La fuerza de la música se pone al servicio de una melodramática demostración.
Momentos valorizados por la pretendida “buena fotografía” de la cinta, firmada por Vittorio Storaro, que es un virtuoso de la iluminación. Pero Tango no es una exhibición de Storaro -que, una vez más, pone en vitrina su sabiduría en materia de filtros y cromatismo conceptual-, sino una película de Saura, que supedita el sentido de las acciones y las coreografías a la textura de celofán de las imágenes y a esos paneles móviles y coloreados que refuerzan el costado abstracto de la cinta, hablan de sentimientos y muestran sólo sombras espectrales. Una buena fotografía no es aquella que sirve al narcisismo de su responsable técnico sino la que se integra sin dificultad al mundo del filme. La cosmética de Storaro es como un afeite fúnebre, el toque virtuoso que corona la capilla ardiente. El tango termina sepultado.
Ricardo Bedoya
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