Puede resultar paradójico, pero cuando pienso en la expresión más intensa del dolor físico en el cine se me viene al recuerdo las imágenes de un comediante. Y es que su arte es el del gesto crispado, la torsión repentina, la convulsión inmediata, la parálisis súbita, el rictus del malestar, el retortijón que no da tregua. Jerry Lewis reacciona con posturas insólitas, de naturaleza tetánica y convulsiva, a la agresión de los otros. Jerry es un adolescente no importa cuál sea su edad cronológica ni su estado físico, más bien maltrecho por las madrugadas pasadas en los casinos de Las Vegas y las toneladas de cortisona que le aplicaron para calmarle los malestares de una lesión en la columna vertebral.
En su última película, Smorgasbord (titulada aquí Más loco que un plumero) Jerry sufre un aluvión de agresiones de su entorno y lo vemos impotente ante todo: no puede deshacerse de una carcocha ni responder con corrección a una camarera de restaurante que lo acosa con preguntas impertinentes. Entra al consultorio de un psicoanalista, se da quince porrazos antes de llegar al diván y ni siquiera puede mantenerse sentado en un silla que lo expulsa. Sólo el diván de Freud lo sostiene y resiste. Responde balbuceante a la terapia y sólo le resta eliminarse. Pero el suicidio también le es esquivo. Se tira al vacío, pero rebota.
El cuerpo cómico es un cuerpo doloroso porque supone la torsión, el resbalón, el descalabro, el tropezón, el golpe súbito. En el cine de la comedia clásica, en el "slapstick", el cuerpo es materia prima privilegiada para la risa pero también para el dolor. Sobre todo cuando el cuerpo de un adulto encierra una personalidad hipersensible que se niega a crecer, como la de Jerry.
Curioso destino el de los mejores cómicos: cruzan el arte de la pantomima y lo burlesco con los ingredientes de la aflicción. Jerry Lewis hace reír con el dolor corporal, así como Chaplin, ese niño autista al decir de Truffaut, supo modular el melodrama para extraerle lágrimas.
Ricardo Bedoya
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