lunes, 11 de octubre de 2010

Babel, de Alejandro González Iñárritu


El año 2000, el mexicano Alejandro González Iñárritu hizo su mejor película, “Amores perros”. Narraba tres historias: la primera, notable en fuerza y acabado; la segunda, sofocante, obsesiva, claustrofóbica; la tercera, didáctica y subrayada. Una cinta irregular, pero contundente en su tratamiento directo, seco, visceral.

En sus dos cintas siguientes, “21 gramos” y “Babel”, González Iñárritu transforma la multiplicidad de las tramas en sistema invariable, fórmula ganadora, esquema, recetario y camisa de fuerza. Sacrifica el costado áspero y la mirada rugosa por el mensaje teledirigido y la ilustración de la metáfora del hombre que cae y no puede recuperar más su estado de gracia original.

“Babel” es una disforzada pirueta del guionista Guillermo Arriaga, afanoso constructor de artefactos artísticos a toda prueba a fuerza de apurar coincidencias y encontrar intersecciones entre dos o más caprichos narrativos, conectándolos para redondear la idea superlativa: en el “Babel” de un mundo desconectado, sólo es posible encontrarse en la flaqueza común, la desgracia inminente, el dolor súbito, la incomunicación inevitable, sea cual fuere el lenguaje, la grafía, el signo, el gesto, aun el del exhibicionismo impúdico.

La bala de un rifle de caza disparada con negligencia por unos niños pastores en Marruecos hiere a una turista norteamericana que ha dejado a sus hijos con una empleada mexicana en San Diego que pretende asistir a un matrimonio familiar llevando a los niños, de modo ilegal, a través de la frontera. Mientras tanto, en Japón, una chica sordomuda y urgida de sexo resulta hija del propietario original del arma que causa la desgracia. El batir de las alas de una mariposa en un lado del mundo provoca consecuencias inesperadas en el otro extremo del planeta mientras la cámara ubicua está allí, en el lugar preciso, para mostrarnos el ápice del cataclismo. La música, tonante, recuerda el sentido de la importancia con que “Babel” se contempla a sí misma.

En este viaje turístico por el dolor humano globalizado, las desgracias son el producto de torpezas imperdonables, descuidos increíbles y la ignorancia de los más débiles. Los estereotipos se hilvanan para propinar puntapiés emocionales aquí y allá. Cate Blanchett y Brad Pitt son conmovedores desde la primera imagen a causa del trauma con un hijo muerto, lo que los protege de cualquier sospecha de “parti pris” antiyanqui; la empleada mexicana luce más amorosa con los niños hueros que Sara García en un melodrama de los años cuarenta, lo que suprime la posible sospecha de segunda intención en sus actos; Gael García Bernal es tan afable en la fiesta con tacos, gallina decapitada y disparos –puro color local teñido en el Canal de las Estrellas-, que resulta imposible imaginar que su ebriedad al pasar la frontera no sea más que un impulso errado de supervivencia. La pura negligencia es la que convoca el dolor del mundo. Los “malos” resultan tan sumarios como el obeso turista norteamericano que pretende dejar a Cate Blanchett en medio de marroquíes con pinta de talibanes, o como el policía que la emprende a patadas contra los campesinos. Es decir, si el dolor del mundo se produce por imprudencia, la maldad se reproduce por prejuicio. Toda una filosofía.

Por cierto, el sufrimiento mundializado se resuelve de modo favorable para algunos –los niños norteamericanos son encontrados- y mal para otros: uno niño marroquí es baleado en una escena de patetismo incalificable, mientras la “nana” mexicana regresa al lugar del que salió. El dolor es un recurso que se reparte por partes iguales, pero la reparación no es equitativa: ¡otro mensaje de González Iñárritu!

A pesar de todo, “Babel” es mejor que “Alto impacto” (“Crash”), de Paul Haggis, a la que se asemeja en varios aspectos. Y lo es, porque González Iñárritu posee más oficio: aprovecha la aridez de los paisajes y los contrasta y opone con pertinencia; amplía la imagen en 16mm en las secuencias mexicanas para crear saturación del color y apiñamiento; recorre los espacios planos, sin profundidad de campo, de los interiores japoneses, con su protagonista ensimismada buscando abrirse a otros, en la más sugestiva de las historias de la cinta, aunque la más desgajada del conjunto. Es mejor también porque aquí los actores destacan, sobre todo los niños marroquíes y Adriana Barraza.

Ricardo Bedoya


2 comentarios:

Anónimo dijo...

No te malees Bedoya

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo, maléate nomás