El escritor Enrique Congrains Martín murió la semana pasada. Su novela No una sino muchas muertes dio origen a Maruja en el infierno. Lo recordamos aquí a través de la película de Lombardi.
Maruja en el Infierno pudo haber sido el segundo largometraje de Francisco Lombardi, de no haber mediado el interés del productor José Zavala Rey de Castro por filmar una versión del crimen Banchero, que dio lugar a Muerte de un magnate.
Adaptada de la novela No una sino muchas muertes del escritor peruano Enrique Congrains Martín, el proyecto de Maruja en el infierno se modificó varias veces en el curso de su preparación. En un primer momento, el esbozo de adaptación siguió de modo fiel la trama de la novela original, pero la intervención del guionista argentino Edgardo Russo, antiguo compañero de estudios de Lombardi en la Escuela de Cine de Santa Fe, modificó ese acercamiento literal que, a su vez, quedó definitivamente de lado cuando el poeta José Watanabe intervino en la redacción del guión.
Entonces se modificó la ubicación temporal de la historia de Congrains y se incorporaron en la anécdota varias referencias a la realidad de la crisis económica que vivía el Perú a fines de los años setenta, cuando el guión quedó listo para su realización.
La muerte prematura del productor José Zavala paralizó el proyecto, filmado recién en 1983, casi cuatro años después de su gestación. El empeño de Lombardi por llevar a buen puerto las gestiones para la financiación y rodaje de esta cinta dio cuenta de las afinidades del director -ya vislumbradas en sus películas anteriores- con la sensibilidad que se impuso en la literatura peruana, sobre todo en la narrativa, desde los años cincuenta, y de la que No una sino muchas muertes fue cabal representante. Afinidad que se ratificó luego con su adaptación muy libre de Los Gallinazos sin Plumas de Julio Ramón Ribeyro , base argumental de una de las historias, la de la abuela y el cerdo voraz, narradas en Caídos del Cielo .
Bajo la influencia técnica de las novelas de Joyce, Faulkner, Dos Passos, y teniendo como marco social las oleadas de migración de los habitantes de la región andina hacia las ciudades de la costa peruana, una generación de escritores nacidos entre fines de los años veinte y mediados de los años treinta se concentraron en la descripción de ambientes urbanos. Elaboraron ficciones ambientadas en los medios sociales de la pequeña burguesía o de los sectores marginales que se congregaban en las periferias de las ciudades, formando las llamadas "barriadas" y luego "pueblos jóvenes", es decir, asentamientos de viviendas de construcción precaria, carentes de servicios elementales, como los que se levantaron sobre los arenales que circundan Lima. Si hubiera que encontrar alguna filiación cultural a la obra de Lombardi, lo correcto sería indagar en la obra de los escritores realistas y urbanos de la llamada "generación del 50". No es casual, por eso, que relatos de Congrains, Ribeyro y Vargas Llosa aparezcan adaptados en sus cintas.
No una sino muchas muertes, la novela de Enrique Congrains Martín que dio origen a Maruja en el infierno, sitúa su historia en un ambiente marginal, pozo de miseria existente en la capital del Perú de los años cincuenta. Escenario de un relato plagado de situaciones truculentas y episodios excesivos, de los que sale indemne su protagonista, una joven recia, resistente, llamada Maruja. "Novela salvaje" llamó Mario Vargas Llosa a la de Congrains, aludiendo a su naturaleza bárbara, sus defectos estilísticos, sus exabruptos narrativos y a la actitud del narrador, intrusiva, entrometida. Características que le daban energía, color, tensión y que han garantizado su permanencia en el campo de los valores inestables de la literatura latinoamericana moderna.
Pero la apelación de Vargas Llosa indicaba también la voluntad de la novela de auscultar un mundo de valores aberrantes, locales, pero de vigencia plena, sin incurrir en el folclorismo y el "color local". En el prólogo de una de las ediciones de la novela de Congrains, Vargas Llosa escribió:
"Cuando uno termina de leerla, siente en el paladar ese grato sabor ligeramente sádico, no exento de cierto sentimiento de culpa, con que suele emerger de un libro de Eric Ambler o de una de las películas negras que Robert Aldrich realizó en la década de los cuarenta (...)"
Aldrich, por cierto, no realizó películas negras -ni ninguna otra- en los años cuarenta, sino en los cincuenta -su primer filme es de 1953-, pero esa inexactitud no impide comprender la referencia de Vargas Llosa a un mundo distorsionado, melodramático, sin duda efectista, a veces alambicado y hasta esperpéntico, apto para caracterizar a la novela de Congrains.
Maruja en el infierno, sin embargo, soslaya las agitaciones formales de la obra original y propone una versión de escritura más sosegada y racional, más clara en su desarrollo y, por cierto, menos pasional en su escritura.
En primer lugar, la cinta modifica la ubicación temporal de la novela de Congrains, situando la acción en la Lima de 1983. Cambio que le permite a Lombardi moverse con mayor libertad en el desarrollo de la ficción, obviando la fidelidad a unas circunstancias históricas precisas, pero también dándole a la anécdota central de Maruja y su relación con los locos del lavadero un aire de intemporalidad, de cuento negro del subdesarrollo.
En la película reencontramos, claro, el mundo marginal que eligió Congrains como hogar de Maruja así como la conclusión original, con la protagonista imponiéndose a la pandilla, pero el "salvajismo" de los incidentes de la acción aparece en la cinta limado y encausado. Y es que el desarrollo del relato es manejado con un pulso narrativo en extremo controlado.
Lombardi y sus guionistas imaginan una trayectoria directa y descendente para los protagonistas. Un cauce narrativo en el que la idea o sensación de "estar en el infierno" encuentra traducción formal en las imágenes del muladar, en la atmósfera ominosa de la fábrica de botellas y en el dormitorio de la esperpéntica doña Carmen (Elvira Travesí), empresaria del negocio clandestino.
Descenso que Maruja (Elena Romero) emprende como la protagonista de un cuento de hadas: es la joven pura, inocente y virtuosa obligada por una bruja malvada o una madrina perversa a vivir la experiencia de la marginalidad. El cuento narrado a los locos por Maruja aporta una dimensión onírica que pone en guardia al espectador y le hace aceptar -como se las acepta en las fábulas- las sevicias y abusos de los que será testigo, episodios inevitables en la ruta formativa y en la camino hacia la libertad de la protagonista.
El desarrollo de la trama tiene, por eso, un carácter casi didáctico. Lo mismo que el diseño de los personajes y sus relaciones, que trazan una cadena de comportamientos viles. Como el de Manuel, rapaz explotador de la marginalidad de la pandilla de adolescentes. O el de doña Carmen que, con avidez esclavista, se apropia de la mano de obra gratuita de una gavilla de locos abandonados. Manuel y doña Carmen son supervivientes de una jungla, que viven devorando como lobos la fortaleza de los otros, de los más jóvenes.
En oposición a ellos aparece Maruja, encargada de velar el sueño de los locos, contándoles cuentos, removiendo sus fantasías y haciéndoles soñar con la libertad. Su actitud la asemeja a un melodramático y hasta de folletín: el canario en la jaula, la flor en el fango. Conmovida por la situación del boxeador Alejandro (Pablo Serra), que recibe un feroz knock out al inicio de la película en golpe que lo condenaba a cargar la condición del derrotado y, por eso, capaz de remover los más primarios instintos de protección de Maruja.
A partir de esa definición más bien sumaria de los personajes centrales, la película opone equivalentes de signo contrario. Alejandro, perdedor de aspecto dulce y pasivo, es el opuesto de Pepe, el agresivo jefe de la pandilla, que recurre al asesinato por obtener un botín de poca monta. Doña Carmen es el reflejo invertido de Maruja: si esta sueña con la libertad más allá del lavadero, a aquélla sólo le desvelaba su preocupación por acumular dinero; si la primera luce una compasión que aflora ante los locos inermes y ante el magullado Alejandro, la segunda sólo es capaz de actos de rapacidad; si una ejerce una sexualidad “limpia” y expansiva con Alejandro, la otra vive una sexualidad oscura, violenta, venal, "sucia", con su amante, el "negro malagua". Si Maruja es “cenicienta”, doña Carmen es el hada madrina perversa que reparte dones envenenados.
Como ocurrió luego en Caídos del Cielo, la trayectoria narrativa dominante en Maruja en el Infierno es la del descenso y su línea de fuerza central se expresa en la vertical que se abisma. La película presenta una travesía a las tinieblas, al ambiente del lavadero, donde llegan sólo los destinados a perderse, como el loco capturado en las calles de Lima. Por paradojas y sorpresas del mal también ingresan allí los miembros de la pandilla que terminan derrotados por el empeño extremo, mezcla de instinto de conservación y lucha brutal por el liderazgo y el botín, de Maruja y Alejandro. Esta trayectoria abismal, convertida en principio ordenador de la cinta, deja escaso margen para la libertad de la escritura fílmica: Maruja en el infierno adolece de rigidez narrativa y de un determinismo dramático marcado.
El tratamiento cinematográfico se resiste a las tentaciones del alarido expresionista, al aguafuerte esperpéntico, a las abigarradas imágenes del miserabilismo o la protesta formulada con los puños crispados. Lombardi atenúa la densidad de las situaciones, a menudo atroces, alternando momentos de crispación y relajamiento, imponiendo pausas o hiatos que rebajan la tensión. A las escenas de la explotación de los locos en el lavadero o a las truculentas intervenciones de Carmen y su capataz Malagua, les siguen escenas de espera y quietud, como aquella en la curtiembre, en la que el juego de los actores es seguido por una cámara que abandona su rigidez para moverse en una trayectoria que reproduce los juegos de ocultamiento y revelación a los que se abandonan los personajes. Lo mismo ocurre en la escena del asedio, rodeo y captura del loco en las calles pauperizadas de un suburbio limeño. O en el estallido de la dolida y lacerada intimidad de Maruja llorando sobre el cuerpo muerto de su malvada madrina, de la bruja que le hizo tanto mal. El segmento más débil de la película ocurre en un momento de intimidad: la secuencia amorosa entre Maruja y Alejandro. Con el recurso de fragmentar los cuerpos y acompañar las imágenes por una lánguida melodía el tratamiento poetiza una situación que exigía una presentación seca, parca, acorde con el tono general de la cinta.
Maruja en el infierno gana interés en su última secuencia, la de la salida a la luz y la partida hacia la calle y el mundo. La conclusión es más bien un interrogante. La salida de la fábrica insinúa un paso hacia la "liberación" de ese grupo humano hasta entonces explotado pero sin ser una situación regocijante o culminante. Los personajes terminan arrojados a la lucha por la supervivencia en un mundo hostil e inseguro del que la fábrica de vidrios es una representación condensada. La sombra de la corrupción moral de los personajes -salen de la fábrica convertidos en homicidas, ladrones y cómplices de varios delitos- queda apuntada. Usufructuaria de la generosidad o inconsciencia de los "locos", Maruja simula, en escala mínima, la conducta monstruosa de doña Carmen. ¿La impronta corrupta del lavadero perseguirá acaso a la pareja por el resto de sus vidas?
Una observación final. Maruja fue la primera protagonista de una película de Lombardi. Las presencias femeninas son secundarias en un cine interesado en indagar cuán débiles y frágiles o, por el contrario, qué tan profundos y sólidos son los códigos que rigen las amistades y la camaradería masculinas. Códigos que exponen su funcionamiento con perfecta nitidez en las instituciones o espacios reservados para la disciplina de los "hombres": La cárcel, el bar, la policía, el ejército. Allí no hay lugar para las mujeres, salvo cuando ellas llegan a desestabilizarlo todo (como en Bajo la piel o en Pantaleón y las visitadoras)
Ricardo Bedoya
3 comentarios:
Curioso Ricardo, mientras Congrains muere la semana pasada, ayer muere doña Elvira Travesí, la protagonista de esta película de Lombardi.
Me gustaría verla otra vez en una buena copia y no en la que ha pasado la televisión.
Cuánta detallada información señor Bedoya, por lo general nunca sabemos todo lo que hay detrás de una realización. Hace pocos días, a propósito de la muerte del escritor Congrains, comenté la actuación de Elvira Travesí y el realismo de la película de Lombardi basada en: No una sino muchas muertes.Una hermana mía recuerda a la actriz en su rol de [La]Celestina en la obra del mismo nombre en la antigua Estación de Ancón a mediados o fines de los sesenta. No pude verla entonces, asuntos de la edad [tuve que conformarme con oír desde fuera los fondos musicales y los aplausos], pero la puedo imaginar perfectamente. Sea esta, a propósito de su columna,una oportunidad para rendir un pequeño tributo a la actriz que encandiló a varias generaciones.
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