La mirada de Antoine
Una imagen emblemática de Los 400 golpes (1959), la película inicial de Francois Truffaut: el personaje principal, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), de 12 años, escapa del reformatorio y corre hacia el mar. La cámara, en largo movimiento de travelling, lo acompaña en su carrera. Durante toda la película, Truffaut y los espectadores hemos estado al lado de ese chico infeliz, entendiéndolo, sin condenarlo. De pronto, el niño gira su rostro hacia el objetivo de la cámara, lo mira y la imagen se congela.
Los 400 golpes puso todo en cuestión: la autoridad de la familia, el sistema escolar, el régimen penal para jóvenes en falta, es decir, el sistema, la sociedad. Pero también, el régimen del final cerrado, redondo, indiscutible.
Una imagen emblemática de Los 400 golpes (1959), la película inicial de Francois Truffaut: el personaje principal, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), de 12 años, escapa del reformatorio y corre hacia el mar. La cámara, en largo movimiento de travelling, lo acompaña en su carrera. Durante toda la película, Truffaut y los espectadores hemos estado al lado de ese chico infeliz, entendiéndolo, sin condenarlo. De pronto, el niño gira su rostro hacia el objetivo de la cámara, lo mira y la imagen se congela.
Los 400 golpes puso todo en cuestión: la autoridad de la familia, el sistema escolar, el régimen penal para jóvenes en falta, es decir, el sistema, la sociedad. Pero también, el régimen del final cerrado, redondo, indiscutible.
En el plano final de la película, Antoine mira hacia la cámara y nos interpela. No hay conclusiones y todo queda abierto. Nace, entonces, la “Nueva Ola” francesa. Y lo hace bajo el influjo de la rebeldía y la insolencia de los niños de Jean Vigo, la anarquía de Boudu, salvado de las aguas, el personaje de Jean Renoir, y la mirada hacia la cámara de la Monika, de Bergman.
Desde entonces, Jean-Luc Godard, Francois Truffaut, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol, jóvenes críticos salidos de las páginas de la revista Cahiers du cinéma, desacreditan con Sin aliento, Los 400 golpes, El signo del león, París nos pertenece o El bello Sergio, la importancia del aparato técnico sofocante de una industria anquilosada en beneficio del cine entendido como una suerte de diario íntimo o cuaderno de notas personales de su “autor”.
La rebelión contra el “cinéma de papa”, el de las adaptaciones literarias prestigiosas y las “bellas palabras del guionista”, y la irrupción de un espíritu nuevo, empezó una década antes de mayo del 68.
El caso Langlois
En el curso de los años sesenta, la “ola” francesa revienta en las costas de todo el mundo.
En Europa, Asia y América Latina surgen estilos alternativos a la industria, movimientos de ruptura, modos distintos de filmar. Hasta en los países del Este, sofocados por las restricciones del “socialismo real”, se sienten los aires de novedad. Ahí están los casos de Polanski, Passer, Forman, Chitylová, Jancsó, Makavejev, haciendo películas tan provocadoras, libres e incómodas como Cuchillo en el agua, Al fuego, bomberos, Los amores de una rubia, Las margaritas, Vientos brillantes, Los desesperanzados, Verguenza sexual (La tragedia de una telefonista), El volar es para los pájaros, entre otras. A algunos de esos cineastas, la libertad les significó el camino del exilio voluntario o forzoso.
En este lado del mundo, Glauber Rocha rinde tributo a Godard y John Ford, a Brecht y a los santos mestizos de la cultura del nordeste brasileño.
Aquí y allá se rinde culto al cine como arte y expresión. El sentimiento de la época es la cinefilia, que concibe el pasado del arte de las imágenes móviles como un patrimonio por revisar y descubrir. Directores norteamericanos de poco prestigio como Samuel Fuller y Nicholas Ray, pero también Edgar Ulmer, Budd Boetticher y hasta Don Weiss, al lado de veteranos a los que no se toma en serio en los medios culturales, como Hitchcock y Hawks, prototipos de artesanos eficientes pero impersonales, se convierten de pronto en paradigmas de la riqueza en la expresión fílmica en desmedro de cineastas consolidados en la fama y el aprecio del público promedio y la crítica tradicional (desde Fred Zinnemann hasta Claude Autant-Lara), vistos ahora como vejestorios académicos.
Las películas de Fuller y Ray, y de centenares de otros directores, se proyectan en la Cinemateca Francesa, fundada en 1936 por Henri Langlois y Georges Franju. El placer cinéfilo del redescubrimiento del cine se irradia desde allí al mundo entero.
Pero Langlois, director de la Cinemateca Francesa, hombre clave en la formación de la cultura fílmica francesa y, por qué no, universal, es destituido en febrero de 1968 por el Ministro de Cultura André Malraux, alegando deficiencias administrativas (probadas y ciertas).
Los cineastas franceses salen en su defensa. Directores de todo el mundo, como Hitchcock, Lang, Hawks, Dreyer, Losey, Kurosawa, retiran la autorización para exhibir sus filmes en una Cinemateca Francesa manejada por cualquier persona distinta a Langlois.
La resistencia a la destitución toma las calles y enfrenta a la policía. Realizadores, críticos, intelectuales y cinéfilos gritan consignas en las afueras del Palais de Chaillot y reciben las cuotas respectivas de gases lacrimógenos, golpes y represión. Luego de algunos días de violencia callejera, la destitución es revocada.
Langlois es hoy una leyenda y su “affaire” se convierte en antecedente directo de los sucesos de mayo.
Marx y Coca Cola
Masculin-Feminin (1966) y La Chinoise (1967), de Godard, son reportajes sobre la juventud de mediados de los años sesenta, firmados por Godard. En ambas está Jean Pierre Léaud, el actor que interrogaba con su mirada al final de Los 400 golpes, convertido ya en icono de la época y encarnación del espíritu del cine francés de entonces.
Protagonistas de esas películas son los “hijos de Marx y de la Coca Cola”, alimentados con los signos de la cultura popular, modelados por el grafismo de la publicidad aparecida en los catálogos de moda y las revistas del corazón, cinéfilos soñadores, lectores desordenados, operadores compulsivos de jukeboxes, hijos de la burguesía próspera que, en busca de utopías de cambio, encuentran la más radical, coreográfica y totalitaria: la de los guardias rojos y los destacamentos revolucionarios de mujeres.
En los días de la Gran Revolución Cultural, los muchachos de La Chinoise juegan a encerrarse en los departamentos de sus padres para mimar combates en Vietnam, recitar lemas contra Lyndon Johnson y memorizar citas de Mao para proclamarlas luego en el campus de Nanterre. Un graffiti anarquista de mayo del 68 decía: “Godard, el más huevón (“le plus con”) de los suizos pro-chinos”.
Los días de mayo
El 10 de mayo de 1968 se inaugura el vigésimo primer Festival de Cine de Cannes. Francia está semiparalizada por la huelga.
Desde entonces, Jean-Luc Godard, Francois Truffaut, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol, jóvenes críticos salidos de las páginas de la revista Cahiers du cinéma, desacreditan con Sin aliento, Los 400 golpes, El signo del león, París nos pertenece o El bello Sergio, la importancia del aparato técnico sofocante de una industria anquilosada en beneficio del cine entendido como una suerte de diario íntimo o cuaderno de notas personales de su “autor”.
La rebelión contra el “cinéma de papa”, el de las adaptaciones literarias prestigiosas y las “bellas palabras del guionista”, y la irrupción de un espíritu nuevo, empezó una década antes de mayo del 68.
El caso Langlois
En el curso de los años sesenta, la “ola” francesa revienta en las costas de todo el mundo.
En Europa, Asia y América Latina surgen estilos alternativos a la industria, movimientos de ruptura, modos distintos de filmar. Hasta en los países del Este, sofocados por las restricciones del “socialismo real”, se sienten los aires de novedad. Ahí están los casos de Polanski, Passer, Forman, Chitylová, Jancsó, Makavejev, haciendo películas tan provocadoras, libres e incómodas como Cuchillo en el agua, Al fuego, bomberos, Los amores de una rubia, Las margaritas, Vientos brillantes, Los desesperanzados, Verguenza sexual (La tragedia de una telefonista), El volar es para los pájaros, entre otras. A algunos de esos cineastas, la libertad les significó el camino del exilio voluntario o forzoso.
En este lado del mundo, Glauber Rocha rinde tributo a Godard y John Ford, a Brecht y a los santos mestizos de la cultura del nordeste brasileño.
Aquí y allá se rinde culto al cine como arte y expresión. El sentimiento de la época es la cinefilia, que concibe el pasado del arte de las imágenes móviles como un patrimonio por revisar y descubrir. Directores norteamericanos de poco prestigio como Samuel Fuller y Nicholas Ray, pero también Edgar Ulmer, Budd Boetticher y hasta Don Weiss, al lado de veteranos a los que no se toma en serio en los medios culturales, como Hitchcock y Hawks, prototipos de artesanos eficientes pero impersonales, se convierten de pronto en paradigmas de la riqueza en la expresión fílmica en desmedro de cineastas consolidados en la fama y el aprecio del público promedio y la crítica tradicional (desde Fred Zinnemann hasta Claude Autant-Lara), vistos ahora como vejestorios académicos.
Las películas de Fuller y Ray, y de centenares de otros directores, se proyectan en la Cinemateca Francesa, fundada en 1936 por Henri Langlois y Georges Franju. El placer cinéfilo del redescubrimiento del cine se irradia desde allí al mundo entero.
Pero Langlois, director de la Cinemateca Francesa, hombre clave en la formación de la cultura fílmica francesa y, por qué no, universal, es destituido en febrero de 1968 por el Ministro de Cultura André Malraux, alegando deficiencias administrativas (probadas y ciertas).
Los cineastas franceses salen en su defensa. Directores de todo el mundo, como Hitchcock, Lang, Hawks, Dreyer, Losey, Kurosawa, retiran la autorización para exhibir sus filmes en una Cinemateca Francesa manejada por cualquier persona distinta a Langlois.
La resistencia a la destitución toma las calles y enfrenta a la policía. Realizadores, críticos, intelectuales y cinéfilos gritan consignas en las afueras del Palais de Chaillot y reciben las cuotas respectivas de gases lacrimógenos, golpes y represión. Luego de algunos días de violencia callejera, la destitución es revocada.
Langlois es hoy una leyenda y su “affaire” se convierte en antecedente directo de los sucesos de mayo.
Marx y Coca Cola
Masculin-Feminin (1966) y La Chinoise (1967), de Godard, son reportajes sobre la juventud de mediados de los años sesenta, firmados por Godard. En ambas está Jean Pierre Léaud, el actor que interrogaba con su mirada al final de Los 400 golpes, convertido ya en icono de la época y encarnación del espíritu del cine francés de entonces.
Protagonistas de esas películas son los “hijos de Marx y de la Coca Cola”, alimentados con los signos de la cultura popular, modelados por el grafismo de la publicidad aparecida en los catálogos de moda y las revistas del corazón, cinéfilos soñadores, lectores desordenados, operadores compulsivos de jukeboxes, hijos de la burguesía próspera que, en busca de utopías de cambio, encuentran la más radical, coreográfica y totalitaria: la de los guardias rojos y los destacamentos revolucionarios de mujeres.
En los días de la Gran Revolución Cultural, los muchachos de La Chinoise juegan a encerrarse en los departamentos de sus padres para mimar combates en Vietnam, recitar lemas contra Lyndon Johnson y memorizar citas de Mao para proclamarlas luego en el campus de Nanterre. Un graffiti anarquista de mayo del 68 decía: “Godard, el más huevón (“le plus con”) de los suizos pro-chinos”.
Los días de mayo
El 10 de mayo de 1968 se inaugura el vigésimo primer Festival de Cine de Cannes. Francia está semiparalizada por la huelga.
Las proyecciones del Festival se suceden sin mayores alteraciones hasta el 18 de mayo, día en el que irrumpen Godard, Truffaut, Claude Lelouch y Claude Berri, reclamando solidaridad con los estudiantes y obreros y la clausura del Festival. Cannes no puede estar ajena a los que ocurre en Francia, dicen (ver foto).
Los directivos del Festival se rehúsan a aceptar esa demanda, pese a que Alain Resnais y Richard Lester retiran sus filmes de la competencia y Louis Malle renuncia a su cargo de jurado. Para ganar la partida de la protesta, el presidente del Festival, Robert Favre Le Bret, ordena el inicio de la exhibición de Pepermint Frappé, película en competencia del español Carlos Saura. Godard, Truffaut, el propio Saura y Geraldine Chaplin, pareja del español y protagonista del filme, se cuelgan de las cortinas de la sala para impedir su exhibición. Todos gritan: “¡no proyección, revolución!” El Festival se suspende.
En los días previos y en los posteriores a la cancelación de Cannes, Jean-Luc Godard filma en las calles de París las manifestaciones de mayo, con una pequeña cámara de 16 milímetros. Lo mismo hacen Chris. Marker y el fotógrafo y documentalista norteamericano William Klein. Registran discusiones interminables entre estudiantes, debates sobre estrategia, táctica, condiciones objetivas y subjetivas para la Revolución, pero también los lemas contra Charles de Gaulle, las marchas comunistas, los arrebatos anarquistas, las barricadas y los enfrentamientos con la policía. Un filme como los otros, de Godard; El fondo del aire es rojo, de Marker, y Grandes tardes, pequeñas mañanas, de Klein, contienen esas imágenes.
Mientras tanto, ellos, junto con Resnais, Malle y muchos otros cineastas, participan en los “Estados Generales del Cine”, una asamblea de productores, realizadores, actores y técnicos que se reúnen para discutir nuevas formas de producción y distribución de las películas.
Postulan la muerte del autor burgués, el nacimiento de los colectivos o grupos fílmicos, la necesidad del “cine de intervención directa”, la militancia con la cámara en la mano, la producción autogestionada y no “sometida a las reglas del lucro capitalista”, la denuncia de la sociedad del espectáculo como una forma de control social, siguiendo la lección de Guy Debord. Se multiplican los discursos –algunos abstrusos y hasta patafísicos-, los radicalismos, los llamados a la revolución. La contestación es general.
“No basta con hacer filmes políticos. Hay que hacerlos políticamente”, es el lema de Godard. Es decir, ligando la práctica fílmica con el método del materialismo dialéctico para destruir la teoría idealista (abrazada por la Nueva Ola diez años antes y difundida desde inicios de los años cincuenta por la revista Cahiers du cinéma) del cine como instrumento de registro de una realidad capaz de revelar dimensiones de lo visible. ¡Abajo Rossellini; arriba Bertold Brecht!
La realidad, afirma la nueva teoría en la revista Cinétique, expresa la ideología dominante y la cámara de cine reproduce el modelo de la percepción burguesa. Las ficciones alienadas que salen de ella deben ser desmontadas.
Los directivos del Festival se rehúsan a aceptar esa demanda, pese a que Alain Resnais y Richard Lester retiran sus filmes de la competencia y Louis Malle renuncia a su cargo de jurado. Para ganar la partida de la protesta, el presidente del Festival, Robert Favre Le Bret, ordena el inicio de la exhibición de Pepermint Frappé, película en competencia del español Carlos Saura. Godard, Truffaut, el propio Saura y Geraldine Chaplin, pareja del español y protagonista del filme, se cuelgan de las cortinas de la sala para impedir su exhibición. Todos gritan: “¡no proyección, revolución!” El Festival se suspende.
En los días previos y en los posteriores a la cancelación de Cannes, Jean-Luc Godard filma en las calles de París las manifestaciones de mayo, con una pequeña cámara de 16 milímetros. Lo mismo hacen Chris. Marker y el fotógrafo y documentalista norteamericano William Klein. Registran discusiones interminables entre estudiantes, debates sobre estrategia, táctica, condiciones objetivas y subjetivas para la Revolución, pero también los lemas contra Charles de Gaulle, las marchas comunistas, los arrebatos anarquistas, las barricadas y los enfrentamientos con la policía. Un filme como los otros, de Godard; El fondo del aire es rojo, de Marker, y Grandes tardes, pequeñas mañanas, de Klein, contienen esas imágenes.
Mientras tanto, ellos, junto con Resnais, Malle y muchos otros cineastas, participan en los “Estados Generales del Cine”, una asamblea de productores, realizadores, actores y técnicos que se reúnen para discutir nuevas formas de producción y distribución de las películas.
Postulan la muerte del autor burgués, el nacimiento de los colectivos o grupos fílmicos, la necesidad del “cine de intervención directa”, la militancia con la cámara en la mano, la producción autogestionada y no “sometida a las reglas del lucro capitalista”, la denuncia de la sociedad del espectáculo como una forma de control social, siguiendo la lección de Guy Debord. Se multiplican los discursos –algunos abstrusos y hasta patafísicos-, los radicalismos, los llamados a la revolución. La contestación es general.
“No basta con hacer filmes políticos. Hay que hacerlos políticamente”, es el lema de Godard. Es decir, ligando la práctica fílmica con el método del materialismo dialéctico para destruir la teoría idealista (abrazada por la Nueva Ola diez años antes y difundida desde inicios de los años cincuenta por la revista Cahiers du cinéma) del cine como instrumento de registro de una realidad capaz de revelar dimensiones de lo visible. ¡Abajo Rossellini; arriba Bertold Brecht!
La realidad, afirma la nueva teoría en la revista Cinétique, expresa la ideología dominante y la cámara de cine reproduce el modelo de la percepción burguesa. Las ficciones alienadas que salen de ella deben ser desmontadas.
¿Cómo? Destruyendo el relato, deconstruyendo la representación realista, anulando el esquema psicológico de encarnación de los personajes, dinamitando la ilusión de la ficción, poniendo en evidencia los mecanismos de la producción material de una película. Saint-Just y Althusser se encuentran en el camino.
Las ansias experimentales y militantes del 68 dejan un legado perturbador y, a veces, un impase. Los radicalismos llevan a poner en cuestión las posibilidades expresivas de la imagen, tachada de ilusionista y alienante. Algunas revistas de cine eliminan las fotos para evitar reproducir "pedazos" de la realidad burguesa nacidos de encuadres que recogen la vieja noción de la perspectiva tradicional.
Pero, por otro lado, el ansia de filmarlo todo, y en directo, anima la imaginación de un ingeniero, Jean-Pierre Beauviala, que empieza a fabricar el prototipo de la que será la revolucionaria cámara Aaton, que registra el tiempo exacto de captura de imágenes y sonidos y se acomoda al hombro del operador con la misma amabilidad con la que un gato se acomoda al hombro del que lo mima. "La cámara gata" se convierte en la preferida de los cineastas y documentalistas del cine directo y político, desde Pennebaker hasta Godard.
A esas alturas, la “Nueva Ola” se ha extinguido; ya no existe como “movimiento”. Más allá de algunas coincidencias, los “autores” salidos de Cahiers du cinéma siguen caminos creativos distintos, si no contradictorios. Nada une a la radical “pantalla en negro” de Godard con la ternura de la canción de Charles Trenet que abre La hora del amor (Baisers volés) de Truffaut o con los dilemas amorosos y los debates sobre Pascal que son el eje de Mi noche con Maud, de Rohmer.
Pasolini: la mirada incómoda
Aguafiestas y espíritu disolvente, hombre de izquierda incómodo y hereje, el italiano Pier Paolo Pasolini publicó a mediados de junio de 1968 un poema llamado “Los odio, queridos estudiantes”, aludiendo a un choque entre estudiantes y policías italianos en Valle Giulia. El director de Saló, los 120 días de Sodoma, dijo, aludiendo a los estudiantes: “Tienen cara de hijos de papá / Los odio como odio a vuestros papás (…) Cuando ayer en Valle Giulia tuvieron un choque con los policías/ yo simpaticé con los policías / Porque los policías son hijos de pobres”.
El niño salvaje
En 1969, Truffaut filma El niño salvaje, basada en la crónica del Doctor Itard, médico del Siglo de las Luces que se encarga de la educación de un niño encontrado en un bosque, con rasgos de animalidad. Itard, encarnado por el propio Truffaut, le abre las posibilidades de lo humano, a fuerza de paciencia y dedicación. Es el gran elogio de Truffaut a la educación tradicional, a la transmisión de conocimientos, a la relación afectiva entre maestro y alumno. Gesto político del director en un momento de rechazo y cuestionamiento a la idea misma de Magisterio.
La resaca del 68
En La mamá y la puta (1973), de Jean Eustache, Alexandre (una vez más, Jean-Pierre Léaud) ve como fracasan sus expectativas amorosas frente a tres mujeres. Él les habla, caminando por el Barrio Latino, o en las mesas de sus cafés, de las utopías del amor de a tres, de la libertad individual y sexual que no admite restricciones, del pasado en el que todo era posible. Ellas, en cambio, le demuestran que ya nada es posible, que su utopía es una fijación infantil y que la náusea domina en el retorno a la “normalidad” que emprendieron todos los antiguos “copains” del 68. Eustache, director de esta cinta fundamental, se suicidó el 3 de noviembre de 1981, a los 42 años.
Ricardo Bedoya
8 comentarios:
¿Hay algún libro en español sobre el tema?
Conozco un buen libro en francés: "L'Age moderne du cinéma francais" de Jean-Michel Frodon que, sin profundizar, da un panorama del período. "La muerte del cine", de Jean-Patrick Lebel, recoge los planteamientos teóricos nacidos de Mayo. Hay referencias tanto en "Godard polémico", de Román Gubern, y en "Jean-Luc Godard y el grupo Dziga Vertov: un nuevo cine político", que publicó Anagrama. También es útil la "Historia General del Cine", editada por Jenaro Talens y Santos Zunzunegui y editado por Cátedra. Es una historia del cine en 12 tomos, pero es pertinente la parte vinculada con los "nuevos cines" y su desarrollo posterior.
Me olvidaba: las biografías de Truffaut, por Serge Toubiana y Antoine de Baecque, y la de Godard, por Colin McCabe, ambas editadas en español, dan interesantes informaciones sobre ese momento, en las partes pertinentes y siempre dentro de la tónica y estilo de la biografía de esos cineastas.
Antoine de Baecque trata de las repercusiones de mayo en el pensamiento crítico y teórico del cine en "Cahiers du cinéma: histoire d'une revue", que está por salir en español en una edición argentina.
Gracias, Sr. Bedoya.
Y Garrel?... creo que hasta ahora la mejor película sobre Mayo del 68 que he podido ver es "Los Amantes Regulares". Nadie rescató mejor el sentimiento y futuro debacle de la época.
Hola. Quisiera saber su opinión respecto a la cinta "Los soñadores", de director italiano Bernardo Bertolucci. En este film se pretende rendir un homenaje múltiple: al cine y al movimiento de Mayo del 68. Podría, en líneas generales, señalar que apreaciación tiene de esta película.
Muchas gracias de antemano.
Buenas tardes.
En el post de Mayo 68 y el cine de mayo del presente año, una de las últimas comentaristas pregunta sobre la cinta "Los soñadores", de Bertolucci. Al ver que nadie del blog le responde, le contestaré yo. Es una película que ha sido vilipendiada por la crítica. Señalan que es visualmente bella, pero vacía en contenidos. Yo no concuerdo con dichas injurias. Es un film que, como bien dice la comentarista, rinde un homenaje al movimiento del Mayo francés; sin embargo, creo que le faltó mayor vigorosidad a la hora de la puesta en escena. No se les ve jóvenes agerridos, mas bien sobreactuados y profiriendo vitores poco contundentes. Con relación al descubrimiento sexual de los tres personajes, la verborrea cinéfila opaca todo. Muchas referencias cinematográficas y un erotismo un tanto grosero.
Gracias
Tiene razón el comentarista anterior. Hay una pregunta que quedó sin respuesta. Los soñadores pudo haber sido una película apasionante, sobre todo porque Bertolucci vivió la época con gran intensidad. Películas como Prima della Rivolizione o Partner comparten el espíritu de Mayo, su preocupación por la rebeldía, la contestación generacional, la impugnación de los valores de los "padres" y "maestros", entre otros asuntos. Los sesenta son años fructíferos para Bertolucci en su preocupación por el marxismo, el psicoanálisis, su idea particular de revolución. Pero Los soñadores banaliza todo ese universo y logra casi frivolizarlo. ´Convierte Mayo en algo "típico" y estereotipado, que se resume en las imágenes de Eva Green imitando a Bonnie Parker en sus incursiones por la Cinemateca Francesa en conflicto. Por lo demás, esa utopía de "a tres metidos en una tina" resulta casi fotogénica, de una audacia blanda y pintoresca. Sólo queda añorar la rabia y la furia de las escenas de la tina de Brando bañando a María Schneider en Último tango en París.
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