viernes, 29 de junio de 2007

Las que no se pueden olvidar


Se les llama “placeres culpables” y se han convertido en un juego de culto: enumerar las peores películas que te gusten más.

No tengo “placeres culpables”. Si una película me da placer, despierta mi interés, mantiene mi atención, me entretiene, sale de la escala subjetiva de las malas películas y pasa a convertirse en un objeto apreciable, aunque esa afición no sea compartida por ningún otro ser viviente. No puedo sentir culpa por la singularidad de mi gusto, así como tampoco padezco de vergüenza por él.

Considero un ejercicio de superioridad el andar glorificando lo desagradable, lo chirriante, lo excesivo, lo estrafalario, lo raro y aun lo abyecto, sólo porque lo es. Tiene algo del deseo adolescente de afirmarse excepcional proclamando que el mal gusto personal es mejor que el de todos los demás. Lo que resulta tan soberbio y excluyente como dictaminar la superioridad del buen gusto privado. Con el agravante de añadir dosis de erudición a la mención de lo peor, sólo reconocible en su capacidad para provocar risas de altivez.

Así que puesto en la necesidad de elegir películas bizarras preferidas prefiero apelar al inconsciente. Es decir, relajar el súper yo, desatar la censura, dejar abierta la aduana del gusto, la razón y la preferencia, para dejar que vengan a la memoria las películas que me marcaron, me dieron placer, me hicieron reír o me impresionaron por razones que desconozco y que no pretendo desentrañar.

Son cintas que vi cuando tenía entre cinco y ocho –o tal vez nueve- años de edad. Si están todavía allí es porque lograron tocar algo en mi. Recuerdo la atmósfera de alguna de ellas; la imagen fulgurante de otra; alguna situación insólita o un giro sorprendente. Me gustaron hasta el delirio, pero sospecho que a nadie más porque sus títulos carecen de todo prestigio. Y esa es la regla de mi juego y mi evocación.
No voy a hablar de las "grandes" películas que me impresionaron: de El Cid, Los diez mandamientos, Ben Hur (tres cintas que me hicieron creer durante mucho tiempo que Charlton Heston –sobre el que no prevalecerá ningún Michael Moore- era el mejor actor del mundo, si no el único digno de ese nombre), La carga de los 600, Dios se lo pague (estas dos vistas en la televisión), Scaramouche o las maravillas con Jerry Lewis, dirigido por Frank Tashlin o por sí mismo. No, de esas no. Ellas tienen prestigio y exegetas. Las que enumero son películas que no tienen perro que les ladre ni enciclopedia que las acoja con una nota favorable. A lo más, aparecen citadas de modo escueto e informativo en alguna página web o nota a pie de página.

Las mexicanas El monstruo resucitado y Ladrón de cadáveres son terroríficas. De la primera sólo me queda el estremecimiento; de la otra, la imagen del catchascanista (Wolf Ruvinskis), de cerebro transplantado, que se convierte en un monstruo con rasgos de simio sobre el ring.

También mexicana (especialidad de las matinés dominicales del cine Nacional, de la avenida Cuba), Locura de terror, combinaba el horror y el humor. Allí estaban el Loco Valdez y su hermano Tin Tan, formidable, el mejor, mucho más gracioso, vulgar, físico, callejero, enérgico y delirante que Cantinflas. Recuerdo haberla visto reteniendo hasta el fin la necesidad de ir al baño: rotundo efecto del miedo y la risa loca.

Tendría que mencionar también Santo contra las mujeres vampiro (a Lorena Velásquez, sobre todo, la vampira más guapa y turbadora de la historia del cine hasta para un espectador de siete años), pero esa película ya fue alabada por los franceses de Midi Minuit Fantastique.

Al escribir esta nota caigo en la cuenta de la cantidad de cine italiano que se veía por entonces, a inicios de los sesenta, en Lima. En buenahora porque eran los días del péplum. Hércules sin cadenas, Hércules, Sansón y Ulises, Maciste en el infierno, Ursus, entre otras, son hitos de una épica de cartón piedra, pero no importa ya que ahora la épica es digital, no existe en lo físico. Esos héroes sí sudaban y engrosaban los pectorales. A esas alturas, Steve Reeves sólo podía parangonarse con Heston en carisma y fortaleza. Aunque Heston siempre tenía ventaja, tal vez por su relación directa con Yahvé.

Otra italiana, Yolanda, la hija del corsario negro, es indeleble. Disfrazada de espadachín varón, Yolanda se enfrenta a un fanfarrón que la desafía en una taberna sin saber su sexo real. Vuelan las mesas y empieza la esgrima. De pronto, la punta de la espada rasga la camisa de Yolanda, que deja ver un seno. Son dos segundos que descubren su identidad. Dos segundos que se recuerdan y agradecen por siempre.

Aunque su existencia está más documentada, seguro porque son norteamericanas, no puedo pasar por el costado de La espada mágica, de Bert I. Gordon, que incluye la espeluznante imagen del caballero medieval que besa a una bella campesina que se transforma en bruja en sus brazos, ni de El capitán Simbad, que no pude seguir viendo en televisión y no porque la película fuera invisible sino porque el canal TNT, con sus colores aguados y rebajados, es repelente. El capitán Simbad, de Byron Haskin, es una gloria del color chirriante o, al menos, así la he recordado en los últimos cuarenta años.

Me hubiera gustado incluir Los siete rostros del Doctor Lao y El cuarto deseo (Darby O’Gill and The Little People), pero me acabo de enterar que la primera recibió una nominación de la Academia en la categoría de mejor maquillaje y la otra es una producción Disney, con un Sean Connery pre-Bond. Es decir, son parte del mainstream, aunque por entonces yo no lo supiese.

Termino con Godzilla, la japonesa original, y Godzila contra Mothra, que me gustaron más que la tortuga Gamera. Juro que no me di cuenta de las ciudades de miniatura ni de los rascacielos de papier maché ni de los autos de juguete que pisoteaban los monstruos. Proyectadas sobre los ecranes del Palermo, el Mariátegui o el Ambassador, las rudimentarias y artesanales imágenes japonesas tenían la consistencia de lo virtual.

¡Ah, no!, falta La saeta del ruiseñor, española, con el chillón Joselito cantando cada diez minutos. Aunque ésa tal vez debió quedarse allí, en el desván del inconsciente, porque evoca otros recuerdos, los del colegio, el acento de los curas franquistas, el olor rancio de la sacristía y los primeros viernes de comunión obligatoria. Los recuerdos del deber y la disciplina, antagónicos a los del cine, espacio de la más frenética e íntima libertad.

Ricardo Bedoya

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ese comentario sobre michael moore...
totalmente fuera de lugar ah
no confundir 'uno con lo otro'

Anónimo dijo...

Eres brillante, Ricardo. Has hecho un perfecto análisis y descripción de mis motivaciones,cuando escribes "Considero un ejercicio de superioridad el andar glorificando lo desagradable,lo chirriante,lo excesivo,lo estrafalario,lo raro y aun lo abyecto,sólo porque lo es. Tiene algo del deseo adolescente..."(pre-púber,diría yo)"...de afirmarse excepcional proclamando que el mal gusto personal es mejor que el de todos los demás..."(o en todo caso,sólo de quienes se sientan heridos por mi alusión). "Lo que resulta tan soberbio y excluyente como dictaminar la superioridad del buen gusto privado..."(alguien que conocemos, Ricardo ?). "Con el agravante de añadir dosis de erudición a la mención de lo peor, sólo reconocible en su capacidad para provocar risas de altivez." Tenía que reproducir el párrafo íntegro, discúlpame, porque estoy totalmente de acuerdo con lo que dices en él. Y no puedo menos que admirar tu honestidad al confesar que disfrutas del cine por razones que desconoces y que no pretendes desentrañar, mientras que a mí me evisceras con una precisión quirúrgica. Así que saludo tu agudísima perspicacia y aprovecho para ratificarme en todas y cada una de mis opiniones.
En cuanto a la iniciativa esta, tan coquetamente adolescente, de proponer listas de "películas bizarras" (se parecen a mí cuando digo "yo he visto más películas raras,y las entiendo, pero tú no"),me excuso de participar porque para mí,y siendo coherente con todo lo que he escrito antes,las "películas bizarras" no existen.
Cordialmente
Dr.Vértigo