miércoles, 27 de abril de 2011

La fille du RER



El Centro Cultural de la Universidad Católica anuncia el estreno, a partir del jueves, de "La fille du RER" (2009), de André Téchiné.

domingo, 24 de abril de 2011

Adiós a Colette











Marie-France Pisier (1944-2011) murió hoy ahogada en la piscina de su casa. Siempre será Colette, la amada adolescente de Antoine Doinel en el episodio de "El amor a los veinte años". Estuvo también en "Céline et Julie vont en bateau". André Techiné le dio varios papeles: "Pauline s'en va", "Souvenirs d'en France", "Barocco", "Las hermanas Bronte". Uno de sus grandes éxitos comerciales lo tuvo con "Primo prima". Era grácil, discreta, elegante, a veces lánguida. Una presencia distintiva pero no central en el cine francés de los últimos 50 años.


Ricardo Bedoya

viernes, 22 de abril de 2011

Octubre en los Cahiers du cinéma

Leído en la edición de enero de 2011 de la revista francesa "Cahiers du cinéma", bajo la firma de Jean-Philippe Tessé:




"El problema con las cinematografías emergentes es que inventan, al mismo tiempo que aparecen, su propio academicismo (...) Es el caso de "Octubre" (...) que es un primer filme y que sin embargo reproduce una gramática vista por aquí y por allá en la tapicería incolora del "world cinema": planos fijos, planos largos, escenas de sexo siniestras e impasibles (...)"

Roman de gare



Se ha estrenado de modo casi clandestino, en la sala del Centro Cultural de la Universidad Católica, la película francesa "Roman de gare", de Claude Lelouch (2007)

Lástima que el Centro Cultural no promueva sus estrenos informando con tiempo, ofreciendo datos sobre los filmes (al menos mencionando el director o los actores) y sin errores: no es "Roman de GaRRe", sino "Roman de gare", es decir, "novela de estación de tren", aludiendo a las novelas populares que se compran para leer durante un viaje en tren.



Hace un año pasó lo mismo con "La visita de la banda".

Ricardo Bedoya




Proyecto de ley de cine

La oposición de los exhibidores al proyecto de ley de cine presentado por el Ministerio de Cultura ha sido férrea, con amenazas de cierre de puertas para la proyección de películas peruanas.


El proyecto, por cierto, recibió las críticas de los cajeros del Ministerio de Economía y de la Primera Ministra. Su debate en el Consejo de Ministros se ha postergado para las Calendas griegas.


Ricardo Bedoya

Déjame entrar y Entre hermanos







La práctica del “remake” de películas habladas en lenguas distintas al inglés es muy singular en Hollywood. Se basa en la resistencia del público de los Estados Unidos a ver películas extranjeras subtituladas. Por eso, cuando a la industria norteamericana le interesa un filme europeo o asiático, cuya historia muestra posibilidades comerciales, opta por volverlo a filmar, por lo general con actores de habla inglesa y pensando en su difusión ante un público más amplio.

Es lo que ha ocurrido con “Déjame entrar” y con “Entre hermanos”, versiones (o variaciones) de la sueca “Criatura de la noche”, de Tomas Alfredson, y de la danesa “Hermanos”, de Susanne Bier, respectivamente.

“Déjame entrar”, de Matt Reeves, es una película estimable, pero inferior a “Criatura de la noche”. La historia de los niños trémulos que se descubren y apoyan frente a la hostilidad del medio, sigue con fidelidad a la cinta original, pero la “normaliza”. Es decir, le quita ambigüedad, apuntala las motivaciones de los personajes, subraya las intenciones y marca los afectos o emociones que se desprenden de la triste historia de la niña vampira. Si la cinta sueca se prodigaba en zonas opacas, situaciones inexplicadas, escenas susurradas, sentidos abiertos y la extrañeza casi abstracta de las imágenes de sangre sobre el hielo, “Déjame entrar” despeja incógnitas, rellena agujeros, recorta tiempos, abrevia encuadres, y apuesta a la concentración del relato. El uso de la música de fondo deja en claro cuáles son las intenciones: una persiste e invasora melodía indica la gravedad, el patetismo o el asombro que debemos sentir ante cada hecho. La música guía e impone el sentido.

Por lo demás, “Déjame entrar” logra crear en algunos pasajes una sensación de gélida incomodidad, similar a la de sus protagonistas, que manejan con dificultades el inicio de su adolescencia en un caso y su monstruosidad o animalidad en el otro. El horror que transmite la película de Reeves es distante, seco, congelado, como el clima invernal de Los Alamos, donde transcurre la acción. Los protagonistas le dan sustancia a la película: el gesto extraviado, curioso y sorprendido de Kodi Smit-McPhee y la apariencia frágil y el aire ausente e inerme de Cloe Moretz son como signos interrogativos que buscan liberarse de la tiranía del fondo musical, concebido como camisa de fuerza.

“Entre hermanos”, de Jim Sheridan, es un melodrama que encuentra sus antecedentes no sólo en la película danesa a la que debe su historia, sino en toda una vertiente del cine norteamericano que da testimonio de los traumas y desajustes que provoca la guerra en la rutina familiar de los combatientes, con títulos que van desde “Los mejores años de nuestras vidas” hasta “Regreso a casa”.

El esquema argumental es simple y hasta esquemático: el hermano “bueno” y el hermano “malo”, el ciudadano ejemplar y el antisocial, intercambian destinos. Uno parte hacia Afganistán y el otro vuelve a casa luego de una temporada en la cárcel. El buen hermano (Tobey Maguire) es sancionado con la experiencia infernal de la guerra que lo convierte en un zombi. El mal hermano (Jake Gyllenhaal) aprende la dulzura del trato con sus sobrinas y aprecia el trato con su cuñada Natalie Portman. Las trayectorias cruzadas de la (des)humanización. La historia está enmarcada por el clima de molicie de una vida de suburbio que sólo se altera cuando el pueblo entierra a uno de los hijos caídos en acción.

Jim Sheridan acierta al potenciar las escenas de vida familiar, las escenas de grupo, los tensos momentos en que se reprocha la conducta del antiguo presidiario. Falla, en cambio, en la descripción de las torturas afganas, sumarias, estentóreas, estereotipadas. Pero Sheridan no se conforma con la denuncia antibélica formulada tal cual. Le da a Tobey Maguire la oportunidad de lucir su entrenamiento físico, pero no para escalar paredes a la manera del Hombre araña, sino para bucear en su interioridad, retomando la tradición crispada de los actores del Método.

Ricardo Bedoya

viernes, 15 de abril de 2011

Carancho


“Carancho" es el retrato de dos perdedores. Sosa, el abogado sin licencia que encarna Ricardo Darín, se define por sus sucios trajines y luce apaleado, molido a golpes; es un tramposo, pero también víctima de las malas jugadas que le lanza el destino y personaje principal de una historia ominosa, renegrida. Buscavidas urbano, es el buitre que se beneficia con el dolor ajeno, el marrullero, el hombre sin atributos que transita por la vía equivocada y siempre a punto de ser arrollado.


Pero siendo todo eso, en el fondo es también un iluso: está convencido de que su suerte ya cambió para mejor porque una mujer lo ama y está dispuesta a acompañarlo en sus trapacerías.


Pero esa mujer, Luján, interpretada por Martina Gusmán, no sólo es perdedora; también se destruye. Novata doctora de emergencias de un hospital, ella vive de noche, asiste a moribundos y fracturados y es arrastrada por Sosa, el carancho, ave carroñera, en su trayectoria terminal. Es protagonista de un “film noir”, pero carece de glamour; es ordinaria, como todos. No tiene el ímpetu de una Verónica Lake, ni la exaltada rapacidad de una Barbara Stanwyck, heroínas del filme criminal de vertiente “negra”.


Exhibe más bien las huellas de su decadencia física. La imagen de Martina Gusmán encerrada en un baño inyectándose recuerda a la Piper Laurie de "El audaz" ("The Hustler"), representación cabal del personaje que se destruye por frustración e incapacidad de hacer reconocer su talento.


“Carancho” es una película que privilegia superficies, texturas, asperezas y, por eso, muestra en primer plano cicatrices y desgarraduras. El personaje de Darín las lleva en el rostro; ella, en las piernas y el pie, donde oculta sus pinchazos. El oscuro romanticismo de “Carancho” se sustenta en la atracción que suscitan en la pareja esas huellas y laceraciones.


“Carancho” es, por eso, una cinta que narra acciones criminales, pero también una historia de amor. Amor visceral, entre víctimas. Pablo Trapero, el director de “Mundo Grúa”, “El bonaerense” y “Leonera”, hace su película más oscura y una de las más logradas. Acierta no sólo en el retrato individual, sino en la descripción de los lugares, el Gran Buenos Aires nocturno y peligroso, y los ambientes, esas oficinas donde se transan arreglos sórdidos entre compañías de seguros, médicos, abogados y caranchos para perjudicar a las víctimas de accidentes de tránsito.


Un sistema corrupto se pone en evidencia no a través de la denuncia proclamada o señalada, sino a través de su encarnación en una trama de acción y pasiones fuertes.


Tan fuertes y penetrantes como el tratamiento visual y sonoro de la película, con la presencia de las luces y murmullos de la ciudad enmarcándolo todo. "Carancho" es una crónica urbana, de colores saturados, sobre todo en las noches cuando se privilegian los reflejos luminosos sobre las superficies lisas. Mientras más cálidos son los rojos y amarillos que rebotan en la imagen, más densa es la descomposición del mundo que vemos. Las gradaciones cromáticas que van del rojo intenso de los semáforos a los tonos violáceos o amoratados de los rostros golpeados y cortados, marcan la dialéctica de los espacios dramáticos: pasamos de la amplitud nocturna de la ciudad a la estrechez de los lugares donde se pacta y se trampea y de ahí a la proximidad de los planos afectivos, cercanos, a los rostros de personajes entrampados.


Martina Gusmán y Ricardo Darín son el sustento de la película. Imponen sus presencias físicas y corporalidad. Urgidos por el deseo o impulsados por la necesidad de sobrevivir, se mueven como si les dolieran los huesos o les pesaran los cuerpos. Sobre todo Darín, notable actor, tan embotado, interior, trasnochado, ambiguo y estólido como el mejor Robert Mitchum.


Ricardo Bedoya

sábado, 9 de abril de 2011

Sidney Lumet (1924-2011)


Formado en el teatro y afianzado en la televisión, Sidney Lumet llega al cine en 1957 y se anota un éxito con "12 hombres en pugna". Deja ver ahí las que serán las líneas matrices de su carrera fílmica, para mejor o peor: el punto de vista liberal; la ilustración de un buen guión; el trabajo exhaustivo, cuando no agobiante, con unos actores exigidos hasta la tensión; la concentración dramática en uno o pocos espacios; la raigambre literaria o teatral de historias, diálogos y situaciones; el realismo a toda prueba; las escenas dejadas al lucimiento de algunos actores; la mirada desencantada; el afán moralizante; la vocación por el "mensaje", a veces estentóreo; su preocupación por los temas relativos a la situación de la justicia expuesta a los asaltos de la corrupción o la debilidad institucional.

Pero destaca sobre todo su fascinación por analizar la dinámica de los grupos, el modo en que se mantienen unidos o se deterioran hasta descomponerse. Una observación que supone evitar la identificación con este o aquél personaje, repartiendo el interés del espectador entre dos o más por igual, sea en la atracción o el rechazo. "El príncipe de la ciudad", "Running on Empty", "El grupo", "Daniel", "La colina de la deshonra", "Viaje de un largo día hacia la noche", "The Anderson Tapes", "Preguntas y respuestas", "Relaciones peligrosas", son sus mejores películas. En ellas describe procesos, itinerarios, recorridos, a veces laberínticos, por vericuetos institucionales (presta igual atención a los desórdenes de una familia como a los de la policía) que llevan a callejones sin salida. Los personajes carecen de brillo y están atrapados por un engranaje que los mantiene unidos pero también en riesgo de ruptura: la clandestinidad, un plan criminal, la prisión, y hasta el viaje de "Asesinato en el Expreso de Oriente".


En el transcurso, Lumet observa deslealtades, traiciones, ambiguedades morales, siempre en claroscuro. En el centro está el retrato fuerte del grupo, al que filma creando tensiones que se dilatan o relajan al interior del encuadre gracias al uso expresivo de los lentes. Las focales cortas son herramientas importantes en su puesta en escena: le permiten poner en relación a los personajes y su entorno, convertirlos en parte de él. En su libro "Making Movies" expone con gran lucidez su trabajo de "escritura" con los lentes. Que crean el agobio en el campo de prisioneros de "La colina de la deshonra", o muestran a los policías como emanaciones de un medio corrupto en "El príncipe de la ciudad", o provocan el sentimiento intenso de paranoia en "Running on Empty".


Menos interesantes son las famosas y laureadas "Serpico", "Tarde de perros" o "Network", o sus "dramas de tribunal", como "Veredicto", más supeditadas a las "performances" de sus protagonistas o a la mano de los guionistas, como Paddy Chayefsky en el caso de "Network".


Ha muerto a los 87 años.


Ricardo Bedoya





Ágora y Los ojos de Julia



Esta es una versión más amplia del comentario publicado en "El Comercio" del pasado jueves 7.

“Ágora” y “Los ojos de Julia” son típicas películas españolas que apuntan a los mercados internacionales. Lo hacen apelando a recursos más o menos socorridos: géneros populares, producción muy cuidada, cuotas diversas de espectáculo, tensión, horror de choque, entre otras. Y una curiosa coincidencia: su filiación al “itálico modo”.


“Ágora”, de Alejandro Amenábar, es un filme ambientado en la antigüedad, casi 400 años después de Cristo, en una Alejandría desgarrada por enfrentamientos religiosos fundamentalistas. “Los ojos de Julia” en cambio, es un thriller criminal de situación contemporánea. Son, pues, cintas muy distintas entre sí, pero unidos por el tronco común de su admiración por vertientes genéricas consolidadas en el cine italiano: el “Peplum” y el llamado “Giallo”.


En el “Peplum” vemos la recreación de conflictos en el mundo de la Antigüedad clásica. Los personajes principales provienen de la historia, la legenda o la mitología, humanizándose en la lucha contra tiranos intolerantes. El cine italiano de la época silente construyó recreaciones espectaculares de época que, más tarde, en tiempos del fascismo, se transformaron en exaltaciones de la latinidad y desde fines de los años cincuenta en representaciones de la masculinidad a toda prueba de Maciste, Ursus, y otros héroes.


En “Ágora”, Alejandro Amenábar, el director de “Tesis”, “Mar adentro” y “Los otros”, hace un “péplum” con toda convicción y esfuerzo: las calles de Alejandría lucen pobladas y multiculturales; la cámara se eleva sobre la escenografía con énfasis épico; saltan a la vista los “valores de producción”, es decir, los millones puestos en una de las películas más caras de la historia del cine español. Sobre ese virtuosismo técnico se sustenta la intención de Amenábar: señalar el pasado para hablar de hoy.


Maciste no es protagonista de este “peplum”. Lo es Hipatia (Rachel Weisz), la filósofa, matemática y astrónoma neoplatónica. Es decir, una mujer luminosa en un mundo de oscuras intransigencias, donde se perfila la hegemonía de la religión cristiana, cuyos seguidores actúan con una intemperancia y dogmatismo que no vemos en la representación fílmica usual de los primeros cristianos, tan contritos y solidarios ellos. Amenábar usa el formato del “péplum” para entrar al debate ideológico y, por qué no, político: su blanco son las jerarquías religiosas conservadoras que usan el púlpito para influir en las decisiones ciudadanas. Debate clave en su país durante los últimos años.


“Los ojos de Julia” es un “giallo”, un filme que mezcla la intriga criminal con los golpes de efecto del terror a la manera en que lo practicaron realizadores como Dario Argento, Mario Bava, entre otros. Lo más atractivo de la película es el punto de vista que instala: si la protagonista (Belén Rueda) en una mujer que está perdiendo la vista y que investiga la extraña muerte de una ciega, entonces nosotros, los espectadores, debemos compartir la incertidumbre de no ver la identidad de los seres que la amenazan.


El miedo se funda en no ver, o no ver del todo, o creer que vemos de modo correcto lo que es ilusorio, sintiendo angustia por la luz que se extingue o por los ambientes que se sumen en la oscuridad. Y el pánico mayor: enfrentar la imagen de un ojo agujereado.


El problema se presenta cuando ya vimos todo y comienza la fase de la resolución y esclarecimiento de los enigmas. El misterio acaba ahí: los quince minutos finales, con psicópata edípico incluido, luce recocido, estentóreo, visto una y muchas veces.


Y así como comparten un tronco itálico común, las cintas muestran también debilidades parecidas: son películas tímidas, reprimidas, diseñadas con escrupuloso cuidado y un exceso de frialdad y control. En “Ágora”, la necesidad de redondear la parábola empuja a la película hacia el didactismo, subrayado por los personajes varones, que parecen voceros, portaestandartes o traductores de lo que “quiere decir” el guión, como si no fuese lo suficientemente claro. En “Los ojos de Julia” se echan en falta la radicalidad sádica y la fantasía de situaciones estiradas hasta el límite de lo verosímil y los tiempos hipertrofiados, propios de la desfachatez estilística de Argento o Bava, los modelos mayores de la película.


Ricardo Bedoya

viernes, 1 de abril de 2011

Críticas de cine


¿Es la crítica de cine un oficio machista o, al menos, dominado por la presencia masculina?


"Sight and Sound" publica textos interesantes sobre ese tema:



En la foto: Pauline Kael.

Mildred Pierce por Todd Haynes



"Mildred Pierce" ("El suplicio de una madre", como se llamó entre nosotros), es una combinación fascinante de melodrama, "película de mujeres" y film noir. La dirigió Michael Curtiz en 1945 y es una de las películas míticas de Joan Crawford. Se basó en una novela de James Cain.


Siguiendo su relectura de los melodramas clásicos, Todd Haynes, luego de "Lejos del cielo", ha realizado una versión de "Mildred Pierce" para HBO, en cinco episodios. Empieza a emitirse el domingo 3, a las 7 de la noche.

Pase libre


Owen Wilson y Jason Sudeikis son dos cuarentones casados que padecen las rutinas de sus vidas conyugales. Sólo les queda hacer uso de sus fantasías y oralizar el deseo de libertad. Incidentes inesperados los llevan a recibir de sus esposas sendos “pases libres”, es decir la suspensión consentida de sus obligaciones conyugales durante una semana. Un horizonte de juergas sin fin y, sobre todo, de seducciones al paso se perfila de pronto.


En esa sinopsis del argumento se concentran varios de los rasgos que definen a la llamada "nueva comedia americana": protagonistas de sexo masculino que miden y pesan el mundo de acuerdo a su gozosa avidez; un proyecto de libertad, disponibilidad y ocio a ser disfrutado lejos de la sujeción cotidiana, es decir, de la vigilancia panóptica impuesta por el género femenino; la fantasía de un viaje, recorrido o trayectoria hacia una utopía regida por la ley del desmadre; personajes de mediana edad fijados en alguna fase de la adolescencia o del despertar de la actividad sexual, en una versión puesta al día del síndrome de Jerry Lewis.


Ese es el diseño de los protagonistas y sus motivaciones. El resorte de la comedia se halla en la trayectoria que siguen y en las diferencias entre ellos, personajes disparejos, incompatibles a veces. Tratándose de un filme de los Farrelly, la semana de licencia se convierte en una sucesión de actos fallidos, malentendidos, acciones frustradas, personajes bizarros que salen al paso, desechos corporales, fluidos orgánicos, genitales polimorfos en primer plano, catástrofes de todo tipo. En las comedias de Apatow, Mottola o Todd Philips,en medio de la danza grotesca, podemos encontrar algunos rasgos de nostalgia, dulzura y hasta romanticismo. En las cintas de los Farrelly priman, en cambio, el cinismo, la impertinencia, la misoginia.


Rasgos negativos que, de modo paradójico, tornan interesantes a las películas como retratos salvajes, ásperos, sin anestesia, de un rudimentario imaginario masculino, el del padre de familia conservador de vida suburbana que tan bien encarna aquí Owen Wilson, con su peinado de severa raya al costado. Por eso, hasta las secuencias de reconciliación familiar y los “happy end” lucen en las comedias de los Farrelly como guiños de cínica complicidad antes que como celebraciones por la restauración del orden perdido.


Pero “Pase libre” no está a la altura de las mejores comedias de los Farrelly, es decir de “Loco por Mary” o de “Irene, yo y mi otro yo”. Tal vez porque está construida de modo más rígido, con la cronología marcada de los días que pasan. Cada uno de esos días se presenta como un cuadro independiente, como un sketch autónomo, alguno más logrado que otro, pero de alternancia mecánica.


Ricardo Bedoya