La práctica del “remake” de películas habladas en lenguas distintas al inglés es muy singular en Hollywood. Se basa en la resistencia del público de los Estados Unidos a ver películas extranjeras subtituladas. Por eso, cuando a la industria norteamericana le interesa un filme europeo o asiático, cuya historia muestra posibilidades comerciales, opta por volverlo a filmar, por lo general con actores de habla inglesa y pensando en su difusión ante un público más amplio.
Es lo que ha ocurrido con “Déjame entrar” y con “Entre hermanos”, versiones (o variaciones) de la sueca “Criatura de la noche”, de Tomas Alfredson, y de la danesa “Hermanos”, de Susanne Bier, respectivamente.
“Déjame entrar”, de Matt Reeves, es una película estimable, pero inferior a “Criatura de la noche”. La historia de los niños trémulos que se descubren y apoyan frente a la hostilidad del medio, sigue con fidelidad a la cinta original, pero la “normaliza”. Es decir, le quita ambigüedad, apuntala las motivaciones de los personajes, subraya las intenciones y marca los afectos o emociones que se desprenden de la triste historia de la niña vampira. Si la cinta sueca se prodigaba en zonas opacas, situaciones inexplicadas, escenas susurradas, sentidos abiertos y la extrañeza casi abstracta de las imágenes de sangre sobre el hielo, “Déjame entrar” despeja incógnitas, rellena agujeros, recorta tiempos, abrevia encuadres, y apuesta a la concentración del relato. El uso de la música de fondo deja en claro cuáles son las intenciones: una persiste e invasora melodía indica la gravedad, el patetismo o el asombro que debemos sentir ante cada hecho. La música guía e impone el sentido.
Por lo demás, “Déjame entrar” logra crear en algunos pasajes una sensación de gélida incomodidad, similar a la de sus protagonistas, que manejan con dificultades el inicio de su adolescencia en un caso y su monstruosidad o animalidad en el otro. El horror que transmite la película de Reeves es distante, seco, congelado, como el clima invernal de Los Alamos, donde transcurre la acción. Los protagonistas le dan sustancia a la película: el gesto extraviado, curioso y sorprendido de Kodi Smit-McPhee y la apariencia frágil y el aire ausente e inerme de Cloe Moretz son como signos interrogativos que buscan liberarse de la tiranía del fondo musical, concebido como camisa de fuerza.
“Entre hermanos”, de Jim Sheridan, es un melodrama que encuentra sus antecedentes no sólo en la película danesa a la que debe su historia, sino en toda una vertiente del cine norteamericano que da testimonio de los traumas y desajustes que provoca la guerra en la rutina familiar de los combatientes, con títulos que van desde “Los mejores años de nuestras vidas” hasta “Regreso a casa”.
El esquema argumental es simple y hasta esquemático: el hermano “bueno” y el hermano “malo”, el ciudadano ejemplar y el antisocial, intercambian destinos. Uno parte hacia Afganistán y el otro vuelve a casa luego de una temporada en la cárcel. El buen hermano (Tobey Maguire) es sancionado con la experiencia infernal de la guerra que lo convierte en un zombi. El mal hermano (Jake Gyllenhaal) aprende la dulzura del trato con sus sobrinas y aprecia el trato con su cuñada Natalie Portman. Las trayectorias cruzadas de la (des)humanización. La historia está enmarcada por el clima de molicie de una vida de suburbio que sólo se altera cuando el pueblo entierra a uno de los hijos caídos en acción.
Jim Sheridan acierta al potenciar las escenas de vida familiar, las escenas de grupo, los tensos momentos en que se reprocha la conducta del antiguo presidiario. Falla, en cambio, en la descripción de las torturas afganas, sumarias, estentóreas, estereotipadas. Pero Sheridan no se conforma con la denuncia antibélica formulada tal cual. Le da a Tobey Maguire la oportunidad de lucir su entrenamiento físico, pero no para escalar paredes a la manera del Hombre araña, sino para bucear en su interioridad, retomando la tradición crispada de los actores del Método.
Ricardo Bedoya
Es lo que ha ocurrido con “Déjame entrar” y con “Entre hermanos”, versiones (o variaciones) de la sueca “Criatura de la noche”, de Tomas Alfredson, y de la danesa “Hermanos”, de Susanne Bier, respectivamente.
“Déjame entrar”, de Matt Reeves, es una película estimable, pero inferior a “Criatura de la noche”. La historia de los niños trémulos que se descubren y apoyan frente a la hostilidad del medio, sigue con fidelidad a la cinta original, pero la “normaliza”. Es decir, le quita ambigüedad, apuntala las motivaciones de los personajes, subraya las intenciones y marca los afectos o emociones que se desprenden de la triste historia de la niña vampira. Si la cinta sueca se prodigaba en zonas opacas, situaciones inexplicadas, escenas susurradas, sentidos abiertos y la extrañeza casi abstracta de las imágenes de sangre sobre el hielo, “Déjame entrar” despeja incógnitas, rellena agujeros, recorta tiempos, abrevia encuadres, y apuesta a la concentración del relato. El uso de la música de fondo deja en claro cuáles son las intenciones: una persiste e invasora melodía indica la gravedad, el patetismo o el asombro que debemos sentir ante cada hecho. La música guía e impone el sentido.
Por lo demás, “Déjame entrar” logra crear en algunos pasajes una sensación de gélida incomodidad, similar a la de sus protagonistas, que manejan con dificultades el inicio de su adolescencia en un caso y su monstruosidad o animalidad en el otro. El horror que transmite la película de Reeves es distante, seco, congelado, como el clima invernal de Los Alamos, donde transcurre la acción. Los protagonistas le dan sustancia a la película: el gesto extraviado, curioso y sorprendido de Kodi Smit-McPhee y la apariencia frágil y el aire ausente e inerme de Cloe Moretz son como signos interrogativos que buscan liberarse de la tiranía del fondo musical, concebido como camisa de fuerza.
“Entre hermanos”, de Jim Sheridan, es un melodrama que encuentra sus antecedentes no sólo en la película danesa a la que debe su historia, sino en toda una vertiente del cine norteamericano que da testimonio de los traumas y desajustes que provoca la guerra en la rutina familiar de los combatientes, con títulos que van desde “Los mejores años de nuestras vidas” hasta “Regreso a casa”.
El esquema argumental es simple y hasta esquemático: el hermano “bueno” y el hermano “malo”, el ciudadano ejemplar y el antisocial, intercambian destinos. Uno parte hacia Afganistán y el otro vuelve a casa luego de una temporada en la cárcel. El buen hermano (Tobey Maguire) es sancionado con la experiencia infernal de la guerra que lo convierte en un zombi. El mal hermano (Jake Gyllenhaal) aprende la dulzura del trato con sus sobrinas y aprecia el trato con su cuñada Natalie Portman. Las trayectorias cruzadas de la (des)humanización. La historia está enmarcada por el clima de molicie de una vida de suburbio que sólo se altera cuando el pueblo entierra a uno de los hijos caídos en acción.
Jim Sheridan acierta al potenciar las escenas de vida familiar, las escenas de grupo, los tensos momentos en que se reprocha la conducta del antiguo presidiario. Falla, en cambio, en la descripción de las torturas afganas, sumarias, estentóreas, estereotipadas. Pero Sheridan no se conforma con la denuncia antibélica formulada tal cual. Le da a Tobey Maguire la oportunidad de lucir su entrenamiento físico, pero no para escalar paredes a la manera del Hombre araña, sino para bucear en su interioridad, retomando la tradición crispada de los actores del Método.
Ricardo Bedoya
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