jueves, 3 de marzo de 2011

127 horas


Estar atrapado en la montaña, la selva o un lugar estrecho, en medio de la inclemencia natural o bajo el acoso de una fiera. Además de “127 horas”, en las últimas semanas se han estrenado otras tres películas que tratan, en claves genéricas diversas, el motivo de la supervivencia y el estado de necesidad: “Enterrado”, “Aguas peligrosas” y “Muerte en la montaña”. Sofocado en un ataúd (“Enterrado”) o asediados por un cocodrilo o una jauría de hambrientos lobos (“Aguas…” y “Muerte…”, respectivamente), los personajes de esas cintas hacen de su inamovilidad una condición dramática. Las cintas apuestan a un suspenso creciente (¿cómo diablos salir del atasco que mantiene a los personajes inermes y expuestos al peligro?) y se construyen en torno de un dispositivo mínimo (el teléfono celular de “Enterrado”, la embarcación volteada en “Aguas…”, la escalera que hay que alcanzar ascendiendo por el cable en “Muerte…”) que permite darle aire a la acción, dinamismo a una situación que no puede variar de escenario y progresión a un relato que parece desfallecer ante cada frustrado intento de resolver la situación.

Pero mientras que en esas películas se privilegia la captación de la realidad física, rugosa y amenazante, y del tiempo que pasa, descompone los cuerpos y desarma las expectativas de sobrevivir, sin mayores escapes hacia la nostalgia, la memoria o la fantasía de los personajes atrapados, en “127 horas” asistimos a un ejercicio exaltado de estilo que deja en segundo término la tensión narrativa ligada a la improbabilidad de escapar.

“127 horas” narra la historia de Aron Ralston (James Franco), un montañista que queda atrapado durante cinco días y algunas horas más entre las rocas de un cañón en Utah. Al inicio, el director Danny Boyle (“Tumba a ras de la tierra”, “Trainspotting”, “Quisiera ser millonario”) sigue a su personaje con una cámara ligera, movediza, curiosa, observadora. Una cámara que no se despega de él, próxima a su cuerpo, acompañándolo por llanuras y desfiladeros pétreos.

Seguro de sí, expansivo, Aron enfrenta de pronto el accidente. A partir de ese momento, Boyle se encarga de hacer lo que Aron no puede: moverse hacia dónde quiere, volar, cruzar los cañones, multiplicar los puntos de vista aéreos en el estilo Google Earth, cambiar las texturas visuales, desplegar como en una vidriera los poderes de la tecnología de la imagen.

Mientras Aron se graba a sí mismo con una cámara digital doméstica, con imágenes llenas de “drops”, la cámara de Boyle elige partir en estampida, se libera de las piedras, escapa del confinamiento y deja a un lado las preocupaciones por describir las estrategias de supervivencia o las hipótesis de escape de su personaje para inyectarse adrenalina y fabular el deseo y la alucinación.

El transcurso de las “127 horas” no es la propuesta de una experiencia física sofocante, sino de un “trip” abstracto, un trance o un viaje espiritual, con caída, sacrificio y redención incluidos. La deshidratación provoca en Aron los efectos y estragos alucinatorios que los pinchazos de heroína causaban al protagonista de “Trainspotting”, sólo que aquí son el personaje de Scooby-Doo, unas ansiadas botellas de Gatorade y hasta la leyenda del Sundance Kid las que se asoman al sicodélico encuentro.

Pero la alucinación se completa con un cuento moral. Las 127 horas no sólo son las del atasco físico, sino también las del dolor de corazón (y del cuerpo) y el propósito de enmienda, como corresponde al clásico motivo del retiro en el desierto, donde Aron vence las faltas y tentaciones del egoísmo, la autosuficiencia y el desdén por la familia, los pecados de orgullo de su impetuosa juventud. A Danny Boyle le fascinan las lecciones de resistencia virtuosa y mejor si se revisten con las galas de la pirotecnia audiovisual permitida por cámaras diversas: de 35 mm, digitales y fotográficas. Ello le permite alternar granulaciones diversas de la imagen, dividir el encuadre con imágenes de diferentes densidades y hacer que se sucedan los colores saturados y los pálidos, según representen la memoria conmovida, la fantasía mórbida o la regeneración personal.

“127 horas” tiene la dinámica requerida para convertirse en ilustración audiovisual, apoyo iconográfico y complemento ideal de las charlas motivacionales que, en sus viajes por el mundo, Aron Ralston ofrece a los interesados en escucharle contar su dolorosa experiencia entre las rocas.

Ricardo Bedoya

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un clip.

Armando G dijo...

Se parece a El cisne negro porque hay mutilación, encierro, travesía espiritual y guiños audiovisuales. Coincido con la crítica

Anónimo dijo...

Pero es mejor que el cisne negro

Juan E De Castro dijo...

Sin embargo, Garfield es generalmente considerado como el primer actor del cine norteamericano que exhibe la influencia del método.