Víctor Hugo Palacios Cruz, profesor de Filosofía de la USAT, nos cede este texto para su publicación en el blog. Agradeciéndole su colaboración, aquí lo tienen.
I
Vivimos en una sociedad excrementicia. Cantidades cotidianas de objetos y envoltorios abandonan los comercios y las casas rumbo a la reencarnación del reciclaje y la reutilización. Una especie de secreta voluptuosidad parece resultar de ese constante acarreo de plásticos, papeles y cartones cuyo reverso no puede ser otro que la prisa por lo nuevo, la avidez de sensaciones y artículos frescos que ha empezado por evacuar esa ilusión que sentían nuestros ahorrativos mayores por el producto resistente y duradero.
I
Vivimos en una sociedad excrementicia. Cantidades cotidianas de objetos y envoltorios abandonan los comercios y las casas rumbo a la reencarnación del reciclaje y la reutilización. Una especie de secreta voluptuosidad parece resultar de ese constante acarreo de plásticos, papeles y cartones cuyo reverso no puede ser otro que la prisa por lo nuevo, la avidez de sensaciones y artículos frescos que ha empezado por evacuar esa ilusión que sentían nuestros ahorrativos mayores por el producto resistente y duradero.
Todavía mi padre conserva una máquina de escribir y una engrapadora pagadas con la ceremonia de su primer sueldo hace más de cuarenta años. No hay fibra de este tiempo que entienda el orgullo y la dicha con que hasta hoy, teniendo en casa una computadora, sigue sacando sinfonías del aparatoso teclado de aquella Olympia que fue en su momento, asimismo, la insignia de su estatus y de su logro profesional.
La expectativa del consumidor de estos días ―del individuo que antes de haber usado el efectivo o el crédito ya ha echado a la papelera impresos de satinada publicidad― no es la unión emocional con aquello que los negocios movilizan, sino la sola delicia de la adquisición y la excitación del estreno. Aún recuerdo mi estupor callado ante la respuesta de un amigo que, en una próspera ciudad europea, ante la cortesía de mi comentario sobre lo bien que se veía su automóvil, no contuvo este suspiro: “no creas, tiene tres años, ya tengo que cambiarlo”. “¡Sólo tres años!”, dije en mi fuero interno, “las maravillas que harían en mi país con un carro de segunda mano”. También por ello, de otro lado, las canciones, las películas y los libros que compramos no dejan una huella perdurable, no tienen la grandeza de las obras de otros tiempos, y pasan sobre nuestras vidas como el agua sobre la piedra, empujados por una corriente de nuevos anuncios y éxitos que aguardan. Vivimos, quién lo diría ―rodeados como estamos por incesantes ocasiones de esparcimiento y de saber―, en la era de la impaciencia y del aburrimiento.
De ahí que el cliente común prefiera sentirse sorprendido a adoptar una actitud crítica ante esa sospechosa renovación de la tecnología que en lugar de vendernos toda la potencia actualmente disponible, la divide en sucesivas y graduadas ediciones que multiplican sus ganancias, enjuagando con el pretexto de la velocidad del progreso sus colmillos salivados de codicia. Ese giro irreversible del engranaje comercial hace que sólo los niños se detengan con curiosidad ante esos residuos de arte que son, sin embargo, los empaques de las piezas del escaparate: cajas, bolsas y soportes de cualquier calidad. (Wall-E, el pequeño robot del film homónimo (2008), arroja, a los pies de una ruma de desechos, un lujoso anillo y se queda únicamente con la cajita aterciopelada que lo guardaba.) Hace falta salir del sistema de mercado para tener ojos con que reconocer que sus cuantiosas tiradas en serie no son, no obstante, incompatibles con la dispersión de las copias de un bello diseño original.
II
Con qué brillo en la mirada aquel anciano de la tienda del pueblo donde me detuve, a mitad de una caminata por la serranía, me pedía la botella de agua que acababa de beber y agradecía casi con genuflexión mi displicente bondad, a la que siguieron unas caricias sobre el esbelto recipiente plástico que a partir de ese instante era su tesoro, y donde probablemente vertería algún líquido sagrado: la leche de su mejor vaca, un importante remedio casero o el primer cuarto de aguardiente de su trapiche. Esa devoción por un ejemplar de la industria que yo, como cualquier urbanita, habría lanzado insensiblemente sobre el primer recolector de basura al alcance, me iluminó hasta hacerme entender por fin la intención de algunos artistas del siglo XX, acusados de extravagancia, que, sustrayéndolos a su contexto diario, reunían y exhibían objetos de la utilidad más común para convertirlos en inesperadas obras de arte (los ready-mades o «arte encontrado»).
Lo que hacía Marcel Duchamp, en las primeras décadas de la pasada centuria, con su rueda de bicicleta, sus secadores de botella o su escandaloso orinal; y lo que hacía Andy Warhol en los sesenta con la lata de sopa Campbell o el imaginario televisivo; no eran sino actos de reconocimiento estético de los elementos que ocupaban el trasiego del ciudadano moderno; es decir, una solicitud de reflexión sobre el frenesí de las grandes urbes. Y lo que intentaban diversos grupos de música electrónica, desde el alemán Kraftwerk hasta el inglés Depeche Mode (y antes que ellos audaces como John Cage), reproduciendo los sonidos de la sociedad electrificada y cibernética (repiqueteo de metales, pitidos mecánicos, exhalaciones de máquinas, ajetreos de rieles, rodajes o cadenas, murmullos fabriles o crepitaciones de circuitos) era en realidad lo mismo que habían hecho nuestros ancestros que, en un momento de calma, escucharon con repentino goce la lluvia, el viento o los pájaros, y trataron enseguida de capturar esas primicias, de imitarlas y desarrollarlas tomando lo que tenían a la mano: huesos, caracolas, pepitas metidas dentro de cañas y segmentos de troncos vaciados. Cómo olvidar la lección de esta receptividad admirativa que ofrecen las secuencias de baile que protagoniza la islandesa Björk en la película Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) de Lars von Trier.
Exaltación que causa el poder vislumbrar que el humano vuelve hermoso todo lo que, grande o pequeño, llena el medio que le pertenece ―mar, selva, fábrica―, con la única condición de parar la rutina, apartarse de lo urgente y concederle al alma su más legítimo derecho a la inactividad, esa mansedumbre contemplativa que corre el riesgo de perecer en esta nueva población de seres sumergidos de cabeza en la vorágine del consumo y en la autosuficiente soledad tecnificada.
Por eso, una vez que escuché en casa de mis abuelos en la sierra piurana un sucedido que causó la hilaridad general, no pude sino enternecerme ante el hecho de que, ya hace muchos años, la humilde y analfabeta mujer que solía lavar la ropa de la familia hubiera regresado avergonzada y oprimida del cuarto de baño al cual se le había invitado a pasar. Acostumbrada por años a un rudo silo de cemento, que daba a un pozo cuyas inmundicias se sepultaban de cuando en cuando con cal, debió verse confundida, paralizada, ante la vista de un retrete recién puesto, blanco y reluciente, en el centro de aquel cuarto. Al viejo Duchamp lo habría regocijado hasta el infinito el oír decir a esta buena señora que se sentía “incapaz de sentarse sobre esa cosa que se veía tan bonita”.
Víctor Hugo Palacios Cruz
3 comentarios:
Eso también está en Carver que sublima lo ordinario
A las cosas, como a las películas, hay que aplicarles el más justo de los jueces: el tiempo.
Mira Victor acepta; las cosas cambian y sal de tu mundo y vivelo y comparte con los demas y sobre todo respeta la vida de los demas deja de compadecer a la gente que tiene mas amor y felicidad que tu deja tu egocentrismo tonto y y cambia.
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