Inland Empire ya circula en un DVD con dos discos. El primero trae la película y el segundo acumula bonus muy extensos, con escenas no incluidas que se prolongan durante más de setenta minutos. Es una catarata de imágenes y situaciones que permiten otros acercamientos, pero que no modifican un ápice de lo que propone el montaje definitivo de Lynch, al que se ve por allí preparando y devorando un plato de quinua (“quinoa”, como informa el dvd).
Aquí van unas impresiones, sólo aproximativas, sobre una película que requiere verse en pantalla grande (lo he hecho solo una vez) y varias veces.
Inland Empire es una gran película fantástica que nos pone en un estado de perplejidad que se renueva una y otra vez. Su modo de ofrecerse al espectador propone contemplarla en ese trance, en esa incertidumbre, en esa descolocación particular, que es también la del relato y el de cada uno de sus niveles, articulados sobre la idea del viaje. Un largo viaje por el espacio y la imaginación que emprenden dos personajes femeninos, separados, diversos, pero unidos como los dos hemisferios del cerebro, o tal vez emanando uno del otro.
Por un lado está la mujer “pasiva”, estática, contemplativa, llorosa, emocionada, la que se sitúa a este lado de la pantalla del televisor. Los créditos la identifican como la “muchacha perdida”. Es la mujer polaca, la que fue prostituta y abandonada por su marido. Como todo en esta película, vive en un espacio pero habita en otro, alternativo. Está en Polonia, pero también en Inland Empire, esa referencia mítica, interior, materia de la ficción televisiva que manipula con el deseo y la imaginación.
La otra mujer, encarnada por Laura Dern, tiene la consistencia de lo real, pero está modelada como un ser virtual. Es actriz, de nombre Nikki, pero también es el personaje de una película que se filma: allí se llama Susan. Es una mujer de Los Ángeles e intérprete de un folletín ambientado en el sur norteamericano.
Como toda actriz se desdobla y se multiplica, pero aquí sus roles se confunden; es esposa fiel, amante, puta callejera en Hollywood Boulevard. Es Nikki/Susan.
La trayectoria que sigue en el curso de la película es de descenso y humillación. La ruta la impone una maldición polaca: debe convertirse en la “niña extraviada” del mercado o de la fábrica de sueños –según presagio de una vecina-, a causa de problemas conyugales.
Personaje de Hollywood, industria hegemónica y multinacional, Nikki/Susan existe en la imaginación de los otros y de todos, que la mancillan, la idealizan o la desean: como lo hace la mujer polaca frente al televisor, que se proyecta en ella mientras la construye a la medida de sus deseos y culpas, aspiraciones y carencias.
Nikki/Susan es adúltera como la muchacha polaca; aspira a la normalidad doméstica, como lo sueña la chica extraviada que llora frente al televisor; es puta en el Boulevard de los sueños y no en la opaca y pobre Lodz: callejea y es herida sobre la estrella de la fama de Dorothy Lamour y agoniza cerca de ella, para renacer después en la ficción de Hollywood y en el deseo final de la polaca, que la acoge y besa, pese a su inmaterialidad.
Como el Hitchcock de Psicosis y Vértigo, y el Bergman de Persona, Lynch hace películas partidas en dos, que parecen acabar en la mitad para volver a empezar. Cintas escindas en áreas distintas pero complementarias, ligadas por un conector central. Partidas en el tiempo y en el espacio, pero vinculadas por una conciencia unificada. Lodz, en Polonia, y Hollywood, son esos lugares separados.
Ambos son reservorios de lo atávico. En ellos rigen las fantasías más primarias y elementales. En Polonia se gestan las creencias ancestrales, las maldiciones gitanas difundidas por mensajeros que pregonan el desastre y el miedo (como Grace Zabriskie, la perturbadora vecina que visita a Laura Dern al inicio del filme, con un acento de la Europa del Este que suena como imitación de la pronunciación del Bela Lugosi de tantas películas de horror), o practican la violencia extrema (que el imaginario de Hollywood identifica con la tortura y el abuso de “los nuestros”, como lo prueba Hostel, ambientada en Eslovaquia).
En el otro espacio, el de Hollywood, prima la fantasía feérica y escapista (como la de las primeras imágenes de Mullholand Dr., o las coreografías de las putas en la notable escena final de Inland Empire), tan evasiva que lleva a la esquizofrenia.
La figura del desdoblamiento en central en el cine de Lynch. Los ecos de El mago de Oz, la fantasía esquizofrénica más amable de la historia de la cultura popular, donde todos los personajes son representaciones de la mente de Dorothy y seres de identidad dual, resuenan en cada una de sus películas, sobre todo en las últimas, más allá de las citas textuales de Corazón salvaje. En Inland Empire, los desdoblamientos marcados por la separación de la mujer morena de Polonia y la rubia de Hollywood, conducen al vértigo o al laberinto.
Nikki, la actriz rica que vive en una mansión y viste como una Shirley Temple agrandada, es producto de una visión tan distorsionada como las imágenes producidas por las focales cortas que dilatan los espacios de su palacete. La escenografía idílica de la riqueza y el estatus se contamina con la llegada de la vecina y sus presagios, es decir, por la irrupción de atavismos extraños y por una mirada que viene de afuera. La escenografía empieza entonces a descomponerse, como ocurría en Terciopelo azul y Mulholland Dr., pero la intromisión de la extraña mujer (la bruja del Norte de El mago de Oz y, como ella, personaje virtual, nacido de la fantasía de una niña perdida) es también el punto de conexión con el mundo de la espectadora polaca, que modela cada uno de los “estados” de Laura Dern.
Aquí van unas impresiones, sólo aproximativas, sobre una película que requiere verse en pantalla grande (lo he hecho solo una vez) y varias veces.
Inland Empire es una gran película fantástica que nos pone en un estado de perplejidad que se renueva una y otra vez. Su modo de ofrecerse al espectador propone contemplarla en ese trance, en esa incertidumbre, en esa descolocación particular, que es también la del relato y el de cada uno de sus niveles, articulados sobre la idea del viaje. Un largo viaje por el espacio y la imaginación que emprenden dos personajes femeninos, separados, diversos, pero unidos como los dos hemisferios del cerebro, o tal vez emanando uno del otro.
Por un lado está la mujer “pasiva”, estática, contemplativa, llorosa, emocionada, la que se sitúa a este lado de la pantalla del televisor. Los créditos la identifican como la “muchacha perdida”. Es la mujer polaca, la que fue prostituta y abandonada por su marido. Como todo en esta película, vive en un espacio pero habita en otro, alternativo. Está en Polonia, pero también en Inland Empire, esa referencia mítica, interior, materia de la ficción televisiva que manipula con el deseo y la imaginación.
La otra mujer, encarnada por Laura Dern, tiene la consistencia de lo real, pero está modelada como un ser virtual. Es actriz, de nombre Nikki, pero también es el personaje de una película que se filma: allí se llama Susan. Es una mujer de Los Ángeles e intérprete de un folletín ambientado en el sur norteamericano.
Como toda actriz se desdobla y se multiplica, pero aquí sus roles se confunden; es esposa fiel, amante, puta callejera en Hollywood Boulevard. Es Nikki/Susan.
La trayectoria que sigue en el curso de la película es de descenso y humillación. La ruta la impone una maldición polaca: debe convertirse en la “niña extraviada” del mercado o de la fábrica de sueños –según presagio de una vecina-, a causa de problemas conyugales.
Personaje de Hollywood, industria hegemónica y multinacional, Nikki/Susan existe en la imaginación de los otros y de todos, que la mancillan, la idealizan o la desean: como lo hace la mujer polaca frente al televisor, que se proyecta en ella mientras la construye a la medida de sus deseos y culpas, aspiraciones y carencias.
Nikki/Susan es adúltera como la muchacha polaca; aspira a la normalidad doméstica, como lo sueña la chica extraviada que llora frente al televisor; es puta en el Boulevard de los sueños y no en la opaca y pobre Lodz: callejea y es herida sobre la estrella de la fama de Dorothy Lamour y agoniza cerca de ella, para renacer después en la ficción de Hollywood y en el deseo final de la polaca, que la acoge y besa, pese a su inmaterialidad.
Como el Hitchcock de Psicosis y Vértigo, y el Bergman de Persona, Lynch hace películas partidas en dos, que parecen acabar en la mitad para volver a empezar. Cintas escindas en áreas distintas pero complementarias, ligadas por un conector central. Partidas en el tiempo y en el espacio, pero vinculadas por una conciencia unificada. Lodz, en Polonia, y Hollywood, son esos lugares separados.
Ambos son reservorios de lo atávico. En ellos rigen las fantasías más primarias y elementales. En Polonia se gestan las creencias ancestrales, las maldiciones gitanas difundidas por mensajeros que pregonan el desastre y el miedo (como Grace Zabriskie, la perturbadora vecina que visita a Laura Dern al inicio del filme, con un acento de la Europa del Este que suena como imitación de la pronunciación del Bela Lugosi de tantas películas de horror), o practican la violencia extrema (que el imaginario de Hollywood identifica con la tortura y el abuso de “los nuestros”, como lo prueba Hostel, ambientada en Eslovaquia).
En el otro espacio, el de Hollywood, prima la fantasía feérica y escapista (como la de las primeras imágenes de Mullholand Dr., o las coreografías de las putas en la notable escena final de Inland Empire), tan evasiva que lleva a la esquizofrenia.
La figura del desdoblamiento en central en el cine de Lynch. Los ecos de El mago de Oz, la fantasía esquizofrénica más amable de la historia de la cultura popular, donde todos los personajes son representaciones de la mente de Dorothy y seres de identidad dual, resuenan en cada una de sus películas, sobre todo en las últimas, más allá de las citas textuales de Corazón salvaje. En Inland Empire, los desdoblamientos marcados por la separación de la mujer morena de Polonia y la rubia de Hollywood, conducen al vértigo o al laberinto.
Nikki, la actriz rica que vive en una mansión y viste como una Shirley Temple agrandada, es producto de una visión tan distorsionada como las imágenes producidas por las focales cortas que dilatan los espacios de su palacete. La escenografía idílica de la riqueza y el estatus se contamina con la llegada de la vecina y sus presagios, es decir, por la irrupción de atavismos extraños y por una mirada que viene de afuera. La escenografía empieza entonces a descomponerse, como ocurría en Terciopelo azul y Mulholland Dr., pero la intromisión de la extraña mujer (la bruja del Norte de El mago de Oz y, como ella, personaje virtual, nacido de la fantasía de una niña perdida) es también el punto de conexión con el mundo de la espectadora polaca, que modela cada uno de los “estados” de Laura Dern.
La angustiada prostituta polaca, frente al televisor, es como una espectadora interactiva que modifica las tramas y señala senderos múltiples para la acción. Son las formas alternativas de conocimiento de las que le hablan a Laura su misteriosa vecina y HarryDean Stanton. Asunto clave en Inland Empire: Hollywood propone un conocimiento real del mundo pero a través de lo falso y lo ilusorio. La mujer polaca llora, de verdad, unas emociones virtuales, y eso la convierte en espectadora y médium.
Médium que convoca los mundos alternativos de Laura Dern. Los de la actriz, su personaje y el de sus roles confundidos, como Nikki y Susan. Ella es prototipo virtual, modelo imaginario, sujeto moldeable; es amante del actor así como el personaje femenino es amante del personaje masculino de la película. A su vez, es esposa de otro personaje multiforme: el marido de Nikki es una encarnación del desesperado esposo de la polaca, que proyecta y desdobla su culposa infidelidad en las infidelidades de Laura.
La astucia de Lynch consiste en hacernos creer que Nikki comanda la acción ya que aparece más tiempo en pantalla y propicia una identificación inicial con ella. Pero Nikki –como tantas otras dimensiones del filme- está segregada o emanada por la polaca del monitor televisivo, la "muchacha perdida".
Más allá del espacio, una en Lodz y la otra en Hollywood, las mujeres comparten varias cosas: el marido con el mismo rostro; el caficho polaco que odian y quieren matar; el grupo de colegas putas; la idea del dolor y la agresión (el destornillador convertido en arma); la fantasía de una familia "normal", buena, reconstituida, tan dócil como la familia humanoide/coneja del sitcom que se comunica con afirmaciones y preguntas elementales, celebradas con coros de risas idiotas; la creencia de que todos pueden ser unos y dobles, adquiriendo forma y cuerpo con sólo ser imaginados (mientras Laura agoniza, una homeless china habla de su amiga puta, capaz de transformarse en una artista de cine con sólo una peluca rubia y un mono destructor al lado, que luego son visibles en la secuencia final), monstruosos en la dualidad y la esquizofrenia (Laura caminando por la carretera de noche con la boca enorme y la cara deformada).
Una esquizofrenia que no prevalece, acabando en síntesis y serenidad. Nikki/Susan y la chica perdida de las calles de Lodz, luego del largo recorrido por todos los portales de la alucinación, se encuentran y se besan. Entonces, Nikki/Susan se desvanece mientras que su contraparte queda lista para aceptar su nueva realidad (despegada al fin de la pantalla del televisor): reconstituye su familia en un final feliz de melodrama, como corresponde a su imaginario modelado por Hollywood.
Inland Empire ilustra lo sostenido por Wenders en El transcurso del tiempo: el inconsciente también ha sido colonizado por Hollywood, que impone a la película su situación culminante: los personajes bailan y celebran en coreografía de musical, teniendo a Nikki en el centro, completa, íntegra, reconciliada: final feliz irónico, a la manera de Hollywood, pero al que se llega después de conocer las fantasías y disociaciones que Hollywood provoca.
Encuentro en ¡Vamos al cine!, un libro reciente de José Carlos Huayhuaca, una descripción de las películas de Lynch: “(...) estas han tomado del surrealismo su método más característico –la disyunción lógica- y su objetivo más notorio: atarantar al espectador o, en la expresión que aquel hizo famosa, épater les bourgeois. Sólo que el bourgeois de hoy ya no son las pacatas señoras de buena familia de los años veinte ni sus respectivos consortes, orondos dentro de sus privilegios y su racionalidad de mentira, sino la muchedumbre de consumidores jóvenes y adolescentes pospsicodelia, ávidos de cualquier escándalo y que se entretienen a morir cuando alguien “los deja cojudos”.
Huayhuaca continúa afirmando que a él lo “dejan cojudo” algunas películas que menciona de Kiarostami, Erice, Moretti, Martel, Bellocchio o Haneke, antes “que cualquiera de las profesionalmente transgresoras películas del pintor David Lynch”. Pocos antes, Huayhuaca menciona como ejemplo de una influencia conceptual de la pintura surrealista a la obra de Richard Lester. Lo ilustra con la combinación “equivocada” de un “actor y un papel que, en principio, no “riman”, como Charlton Heston y el Cardenal Richelieu en Los tres mosqueteros. ¡Ah, ya¡ digo por todo comentario.
El “pintor” David Lynch es uno de los realizadores más alejados del “automatismo”, de la impremeditación, de la espontaneidad, del alea. Sus películas abundan en imágenes fuertes, sorprendentes, en traspasos hacia dimensiones insólitas, en cruces por portales imaginarios, en encuentros fortuitos, en viajes por la dimensión más abierta y desconcertante de la imaginación, pero nada está librado a la casualidad ni a la incongruencia. Lynch ni aspira a la impresión de choque arbitrario o gratuito ni al calco de referencias pictóricas de los clásicos surrealistas.
Sus películas construyen lo onírico y lo sorprendente con recursos propiamente cinematográficos: el tiempo del encuadre que se satura de extrañeza a partir de hechos que parecen triviales y se van cargando de detalles malsanos en su tiempo de exposición; una dirección de actores que exige la encarnación progresiva del rol frente a la cámara, que se sujeta al registro del cambio físico progresivo, como le ocurre a Laura Dern, intentando variaciones emocionales y físicas a partir de un papel que exige estados sucesivos de relajamiento y crispación, como los de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia; un trabajo muy particular con los travellings de acercamiento, que recorren pasillos, suben escaleras, simulan ser subjetivos, que parecen orientarse hacia la revelación definitiva de un hecho o un misterio tras la puerta, pero que sólo conducen hacia una resolución opaca o abren la película hacia un nivel de realidad inexistente hasta entonces. Los travellings de Lynch recuerdan los paneos de búsqueda de Tarkovski, que terminan extraviados en algún punto del horizonte y suspendidos en la interrogación, sólo que en Lynch los movimientos de cámara se ejecutan en espacios estrechos y conducen hacia puertas que se abren a otras puertas en una sucesión que crece y se amplía, arborescente.
En los filmes de Lynch los hechos tienen una correspondencia meditada, construida al detalle, edificada con una disciplina de puro rigor, el mismo que luce al elegir sus medios y sus herramientas técnicas.
Inland Empire está grabada con cámaras digitales de baja definición que refuerzan la desorientación de Nikki/Susan, registrada en focales cortas, iluminada por flashes o fogonazos, con la luz del interrogatorio, iluminada por un reflector mientras camina por el borde una carretera como presencia monstruosa, o con esa imagen de vídeo lavado, de línea gruesa y visible, en todos los momentos en que se pasea, con pinta de ama de casa, y pregunta a las vecinas: ¿me reconoces?, ¿me has visto antes?. Ella no se reconoce en su lado diurno y normal porque ha sido convocada, por la leyenda polaca, a esa habitación misteriosa de hotel donde se encontrará con su espectadora.
Hay más cosas que tratar pero tendría que conocer mejor la película. Lo dicho antes es producto de una impresión general y no me extrañaría que las cosas no fueran así, o no fueran del modo en que me parecieron, o que fueran todo lo contrario.
Ricardo Bedoya
1 comentario:
Hola Ricardo:
Inland empire me ha significado una de las experiencias más perturbadoras que ha dado el cine. Está en una dimensión diferente a Mulholland drive o a sus anteriores filmes.
Como comentábamos José Carlos y yo ayer en el chat, se trata de una "summa", lo que me propicia algo de temor, en la medida que Lynch pueda decir "ya hice todo lo que tenía que hacer".
Pero yendo un poco en el sentido de tu texto, hay aspectos en la película que me siguen dando vueltas: lo femenino y sus pulsiones. Mujeres mensajeras, mujeres coro, mujeres demiurgas, mujeres asesinas. No sólo en un asunto argumental o de relaciones simbióticas entre ellas, sino también cuando Lynch ensaya ese juego de tiempos en una Polonia quizás en plena guerra, donde las esposas no quieren tener hijos, rezan a dios a la luz de las velas o se vuelven fantasmas ante los ojos del marido. La resolución de la prostituta polaca no podría haberse dado en este contexto: faltaba la massmediatización, la industrialización de las ilusiones, las taras del capitalismo en la meca del cine.
Me gusta ver esta relación del pasado con el presente, del mañana con el ayer, de lo arcaico con lo moderno, de un "pensamiento comunitario", ya no perteneciente a un sólo individuo que se confronta, como una desterritorialización del juego de la psique, de sus deja vu, de un entorno lejos de Hollywood pero alienado igual por los mismos miedos.
Por otro lado, hay una toma capital en la cual se ve a Laura Dern saliendo del espejo, cuando descubre su condición de doble en el estudio de cine, que se da casi a la mitad del filme. Me interesa esta imagen como código pues sale pero también entra, para oscilar entre dos dimensiones, el inicio de la aparente ruptura con la "realidad".Y lo más interesante es ver a Dern muy conciente de este desorden, del desvarío. Ni ella misma sabe si es Susan o Nikki.
Inland empire me sabe a un filme sobre la reconciliación pero a la vez propone una disolución: una búsqueda fragmentada, laberíntica hacia lo convencional, lo canónico, lo que debe ser, quizás una derrota, una pérdida.(Lo evoco en el beso de la secuencia final en el cuarto 47). Una vuelta al hogar, la casa, disuelve el caos.
Coincido en no arrimar a Lynch al rollo de los surrealistas y su "escritura automática", pues no tiene nada que ver. Ni en la construcción de su imaginario, ni en sus recursos del lenguaje. Quizás sea un tema a analizar, porque lo mismo pasa con otros directores que trasgreden un montaje convencional y los meten en un saco avant-garde, cuando los contextos y construcciones son diferentes. La tradición de Lynch es otra.
Bueno, me animé por algunas impresiones, y ojalá haya más oportunidades para conversar sobre este film.
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