sábado, 31 de julio de 2010

Amauta Films: 70 años después

En 1940, hace 70 años, cesó la producción cinematográfica de Amauta Films, luego de una actividad breve pero intensa. Iniciamos una serie de artículos dedicados a explicar la importancia de esta compañía en la historia del cine peruano. Es bueno recordarlo ahora que el esnobismo y el desconocimiento hace decir a algunos que el cine peruano nunca existió.
Los textos, revisados, fueron publicados originalmente en el libro 100 años de cine en el Perú: una historia crítica.
En abril de 1937, el industrial y agente de aduanas Felipe Varela La Rosa, en sociedad con su hermano Washington y los señores Renato Lercari y Alfonso Cisneros, constituyó la sociedad Amauta Films, con el ánimo de dedicarse a la producción de películas de largometraje. Inició de inmediato el rodaje de La bailarina loca, estrenada en agosto de ese año. Esa cinta se convirtió en la primera de un conjunto de 14 películas argumentales de larga duración que Amauta realizó hasta 1940, año en que cesó su producción, subsistiendo desde entonces y por algunos años más, sólo como distribuidora de filmes extranje­ros.

Para llevar a cabo su cometido, la empresa se equipó con una "cámara alemana Askania con lente de 50 mm, que funcionaba a manivela y a la que se adaptó luego un motor eléctrico sincrónico. El equipo de sonido estaba constituido por un amplificador marca Lafayette, cuya cabeza de sonido óptico fue construida en Lima por Francisco Diumenjo. El laboratorio poseía una copiadora marca Bell & Howell Duplex de 35 mm, intermitente. El revelado de los negativos, positivo y sonido se hacía mediante un primitivo y laborioso proceso artesanal. La sala de montaje estaba compuesta por una mesa con dos embobinadoras, pegadoras, canastas para depositar la copia de trabajo (copión) y una moviola hecha en Lima por adaptación de un proyector Pathé y un lector de sonido óptico", como lo mencionó la publicidad empresarial de la época.

Algunos de estos equipos fueron adquiridos de Cinematográfica Heraldo, productora de Buscando olvido, en la que estuvieron involucrados Francisco Diumenjo y Manuel Trullen.

Con esos instrumentos, el plantel fijo de técnicos de Amauta, a la sazón encabezados por Trullen como director de fotografía, Diumenjo como sonidista y Manuel Cáceres, encargado del trabajo en el laboratorio, iniciaron su labor. Las tareas creativas del estudio - confección de guiones y realización- se encargaron a Ricardo Villarán y Sigifredo Salas.

Como lo imponía el canon norteamericano, la empresa Amauta instaló sus "estudios", sin duda por influencia de aquella ideología fílmica en boga que exigía la construcción de una gran planta de producción donde pudieran llevarse a cabo todas las etapas de elaboración de una cinta. Una carpa arrendada al Circo Osambela fue el escenario de las primeras tomas y la sede original de los estudios de la compañía. Luego, un inmueble en el barrio limeño de Chacra Colorada hizo las veces de tal.

La cronología de las cintas producidas por Amauta Films, con indicación del año de su estreno, es la siguiente:

1937 La bailarina loca; Sangre de selva y De doble filo de Ricardo Villarán.
1938 La falsa huella de Villarán; De carne somos de Sigifredo Salas; El miedo a la vida de Villarán; Gallo de mi galpón; El guapo del pueblo y Palomillas del Rímac, las tres de Salas.
1939 Esa noche tuvo la culpa de Villarán; Almas en derrota y Tierra linda de Salas
1940 Los conflictos de cordero y Barco sin rumbo de Salas.
Amauta Films giró también como empresa distribuidora de películas, manteniendo durante un período la exclusividad del sello Lumiton de Argentina. Realizó igualmente más de un centenar de documentales y noticiarios.

Las películas de Amauta fueron el primer intento para lograr una producción continua de películas sonoras en el Perú.

La irrupción del sonido a fines de la década del veinte desacralizó la imagen simbólica y cargada de convenciones del mudo, reivindicando para el cine el dominio del realismo, el registro de la fisonomía cotidiana y familiar de un mundo plagado de ruidos y de palabras. El ritual iconográfico del gesto como sustento de la comunicación cinematográfica perdió importancia frente a la nitidez del acento, el tono de la voz, la materialidad de la palabra y los aspectos no lingüísticos de la emisión verbal. El hablar atropellado, la gracia de la lengua popular, los matices del canto no sólo fueron los atractivos inmediatos del sonoro; también aportaron los fundamentos para el diseño de la tipología de los personajes y su universo. Fueron las bases de una antropología y una sociología del cine.

Amauta Films hizo de la voz, el habla y la canción populares, las materias primas de sus películas.

Aprovechando el funcionalismo aportado por el sonoro, las cintas de Amauta fueron comedias o dramas sentimentales ambientados en el cuadro realista de la clase media o en suburbios populares. Sus anécdotas y episodios fueron modelados por el costumbrismo, esa derivación genérica del roman­ticismo español de la que Larra fue precursor, y que en el país tuvo notables cultores como Felipe Pardo y Aliaga o Segura.

Sobre todo influyó este último, Manuel Ascensio Segura (1805-1871), con la gracia de su comedia localista, lo fecundo de su verbo y la intensidad satírica de algunos de sus tipos y personajes. La tradición escénica delineada por él tuvo descendientes en el muy popular y exitoso teatro de variedades, en el sainete y la representación costumbrista.

Desde comienzos del siglo XX, elencos de actores representaban en forma diaria en diversos locales de Lima - los más característicos fueron el Teatro Lima en Barrios Altos y el Olimpo en La Victoria- obras cortas, generalmente satíricas, que prolongaban esa tradición teatral proveniente de los inicios de la República e incluso de antes. La viñeta costumbrista, la alusión irónica o cargada de malicia a hechos políticos o sociales de actualidad, la referencia salaz al personaje público deshonesto o al protagonista del escándalo del día, se alternaban con el entremés clásico o la obra de autor poco ilustre. La música criolla, la danza y el lucimiento de los virtuosos de la guitarra y el cajón fueron añadidos que se incorporaron una vez que las arias, las tonadillas o los coros de las zarzuelas fueron luciendo añejos, pasados de moda o ajenos para la sensibilidad parrandera y socarrona de un auditorio de cada vez más nítida extracción popular.

En esas veladas, los actores creaban sus rutinas, afinaban sus imágenes públicas y, sobre todo, afirmaban su contacto directo, personal, estrecho, con un público que les reconocía la calidad de figuras.

La popularidad del sainete no fue privativa del Perú. En casi todos los países de América del Sur existió una tradición similar formada en la velada de carpa y en el teatro de variedades. Allí se forjó una estirpe de actores de aura y raigambre populares.
Esas figuras, causantes del entusiasmo del auditorio, fueron convocadas para participar en el proyecto fílmico de Amauta. La apuesta de la compañía fue reproducir, a escala nacional, el suceso que venía obteniendo el cine mexicano en su propio mercado y en otros de América Latina. La apelación al gusto del público, entonces, debía hacerse entremezclando las convenciones dramáticas y la sensibilidad populista de esa cinematografía con los esquemas del sainete, de probada eficacia con el auditorio.

La transcripción al medio cinematográfico se sustentó en la capacidad de convocatoria de rostros conocidos, pero sólo entrevistos, hasta entonces, en la lejanía del escenario. Las rutinas de los actores apenas sufrían variación y su fama se tornaba, gracias al poder amplificador del cine, en mitología, como ya sucedía en México o en Estados Unidos.

No fue extraño entonces que Amauta Films confiara la confección de guiones y la realización de las películas a Ricardo Villarán, que poseía experiencia teatral y fílmica. Autor de varias piezas para la escena y nombre conocido de la etapa silente del cine argentino, Villarán encarnó la confluencia de las técnicas teatrales, los métodos cinematográficos y las estrategias de la representación popular que impulsaban el proyecto de Amauta. Sabía también tratar con "estrellas", pues había contribuido a forjar algunas, como Nelo Cosimi y Blanca Rocha, durante su paso por el cine argentino. Las añejas técnicas del sainete debían vencer la mediación tecnológica del aparato cinematográfico. Villarán fue el encargado de intentar la fusión.

Anotemos igualmente que el de Amauta fue el primer intento orgánico de aprovechar las inmensas expectativas que había suscitado entre el público la incorporación del sonido. Las películas habladas y cantadas eran las que tenían mayor aceptación popular y el cine mexicano estaba edificando todo un género - aquel de la hacienda porfirista como crisol de la identidad nacional y punto de confluencia y disolución de todos los conflictos sociales- apoyado en las posibilidades de la reproducción del sonido. El estruendo de los "corridos" y las guitarras pretendía hacer olvidar las tensiones y aspiraciones de cambio de una revolución "congelada".

La voz humana y el sonido de los instrumentos musicales concentraron el interés del mismo auditorio que hasta años antes se extasiaba ante la desmedida gestualidad de las divas o el silente dispendio de energía de la slapstick comedy.

La representación melodramática o cómica - plagada de equívocos y quid pro quo— de las veladas teatrales y sus intermedios musicales, se tornaron un único e ininterrumpido espectáculo cinematográfico. Y para sostenerlo, Amauta llamó a los protagonistas centrales de esas modalidades teatrales, que estaban prontos para ser acogidos por el cine. Carlos Revolledo, Edmundo Moreau, Esperanza Ortiz de Pinedo, Pepe Soria, Carmen Pradillo, Alex Valle -­reservas de lo mejor del teatro nacional, al decir de Basadre- aportaron la entonación, el gesto y la experiencia en esa artesanía de la comunicación popular que ejercían cotidianamente desde muchos años antes.

Junto con ellos se incorporaron los solistas y las orquestas que animaban las celebraciones de los barrios y que empezaban a difundir su música y acentos por la radio, el medio que se introdujo en el país en 1925, logrando alcanzar durante los años cuarenta una posición privilegiada entre los medios de comunicación y creando una audiencia volcada a la expectación sonora.

Amauta Films usufructuó con intensidad las posibilidades del sonido como secuela de un desarrollo industrial irreversible que había logrado crear un modo de percepción a la que el público no renunciaba. La música ranchera y el tango entraron con ímpetu a las bandas sonoras del cine del continente no como resultado de la expansión del medio radial, sino como producto de la adecuación de las sensibilidades costumbristas a un nuevo medio de expresión y del trasplante de elencos, canciones y situaciones del teatro y la carpa a las posibilidades que brindaba el cine sonoro. La propuesta industrial se encargó de que la mixtura lograra satisfacer gustos y preferencias definidas en tradicionales espectáculos musicales celebrados en galpones, palenques, teatros de segunda categoría, desde mucho tiempo antes de que la radio se impusiera.

Es cierto que algunas figuras habituales en el cine de Amauta Films, sobre todo cantantes como Jesús Vásquez o Alicia Lizárraga, desarrollaron una carrera múltiple y paralela en teatro, cine y radio. Pero ello no modifica la percepción de que el cine que se hizo en el Perú a fines de los años 30 extrajo su dramaturgia, entonación, disposición anímica y estilo de las performances del teatro popular. Así como de que el impulso para la producción de un entretenimiento costumbrista, los optimistas cálculos económicos y la pretensión de acceder con películas peruanas a un vasto mercado foráneo, fueron expectativas inducidas por el suceso del cine sonoro mexicano de entonces.

De este modo, la influencia central de la dramaturgia del cine peruano de fines de los años 30 fue la proveniente del teatro de variedades, aunque desprovista en su adaptación cinematográfica de las licencias del lenguaje popular y la agresividad del gesto, la entonación o la alusión a hechos y personajes de la actualidad. También del sainete, con sus argumentos ligeros y poblados de equívocos y gracia verbal, aludidos sobre todo en la vertiente "criolla" de la producción de Amauta, por ejemplo, en la trilogía conformada por Gallo de mi galpón, El guapo del pueblo y Palomillas del Rímac. Y de la revista musical.

Pero sobre todo fue sustancial la influencia del costumbrismo, del que se tomó ese lado de comedia canaille, de arraigados afectos y sentimientos, de miserias personales y ambiciones propias del terruño, protagonizada por tipos, arquetipos y estereotipos del hombre del pueblo (el guapo, el "gallo", el palomilla)
Ricardo Bedoya

3 comentarios:

Rodrigo dijo...

¿Pero cual es el destino de aquellos filmes, algunos de los cuales guarda la Filmoteca y el ARCHI?

Anónimo dijo...

"Es bueno recordarlo ahora que el esnobismo y el desconocimiento hace decir a algunos que el cine peruano nunca existió".

Como Francisco Lombardi, que en Página 12 de Argentina dijo que "el cine peruano prácticamente no existía" ¿no?

Unknown dijo...

¿Cómo hacer para revivir las actuaciones artisticas y las pelìculas que se filmaron décadas atrás y que yacen olvidadas?.Para citar un ejemplo El Guapo del Pueblo, con la participación artística de Pepe Soria debería presenarse junto a aquellas primeras presenarse y otras con esforzados acores y actrices de aquellos tiempos. Estoy seguro que serían un éxito, pese a su antiguedad. Gracias a quien publica El diario de Satán que hace comentarios muy interresantes aunque reducidos, lo cual nos deja con la miel en la boca. José Guerra