Esta es una versión más amplia del comentario aparecido en la edición del 4 de octubre del diario El Comercio.
El nombre de Tarata es el significante de la barbarie ejercida por Sendero Luminoso durante los años de la guerra interna. Más que el acto terrorista de julio de 1992, es un apelativo genérico con el poder de designar la idea misma de la destrucción y el miedo. Fabrizio Aguilar parece entenderlo así, porque “Tarata”, su segundo largometraje, no es la reconstrucción detallista del atentado, ni la crónica de esos días tensos, ni el ejercicio de suspenso sobre los momentos previos a la explosión, ni la reconstrucción del clima miraflorino en los alrededores de la calle Tarata, ni el análisis de las circunstancias políticas que rodearon el hecho, sino el retrato de una familia y la descripción del modo en que el duelo causado por la destrucción y la muerte afecta a sus miembros, minando su estabilidad y expectativas.
“Tarata”, por eso, no privilegia la tensión de la intriga narrativa ni el desarrollo extenso de las acciones, sino que concentra un relato que da vueltas sobre sí, cercando a cinco personajes: los cuatro miembros de la familia y Rosa, la empleada. No es correcto, pues, buscar en la película la emoción de la aventura ni la evocación precisa de lo que ocurrió. La intención no es esa. “Tarata” sigue a los personajes en un moroso deambular por ambientes sombríos.
“Tarata” tiene un tratamiento definido, un tono, una fluencia, un buscado estilo visual apagado y opaco -acorde a la intención general del film-, un buen trabajo fotográfico de Micaela Cajahuaringa, y una pareja (aunque no sobresaliente) dirección de actores. A pesar de eso, deja la impresión de ser un filme con lagunas, al que le falta contundencia, fuerza.
Acierta “Tarata” al marcar los límites del proyecto, sabiendo que no se puede representar lo que resulta irrepresentable ni vale la pena reconstruir –y no sólo por razones económicas de producción- un suceso que pierde su dimensión material para simbolizar el horror. Por eso, decide no escenificar el atentado a la manera de los telefilmes que “reconstruyeron con realismo” la masacre de los atletas en el Munich de 1972, o el rescate de Entebbe, o la toma de la residencia del embajador japonés en Lima. Prefiere una presentación escueta del hecho, en segundo término visual, para retomar el hilo de la historia familiar luego de una elipsis. En algo recuerda la opción del director mexicano Jorge Fons, en “Rojo amanecer” (1989), que hablaba de la matanza de la Plaza de las 3 Culturas, en 1968, sin mostrarla más que a través de las repercusiones provocadas en la vida de una familia del barrio de Tlatelolco.
Ahora bien, la narración elusiva del atentado de Tarata no significa restarle potencia dramática a la situación ni capacidad para transformar a los personajes, sobre todo cuando el guión indica que eso ocurre.
A pesar de que la precariedad de las relaciones familiares se apunta desde el inicio, el atentado de Tarata las desbarata de modo total. Sin embargo, el episodio del atentado no resulta decisivo, ni aparece como un golpe de timón, un momento fuerte o un giro importante de la acción. Sabemos que a partir de la explosión nada será igual para esa familia, pero el suceso pasa sin acentuación dramática ni capacidad para penetrar o influir en sus miembros. Es un detonante teórico del cambio de la situación, pero sus efectos no llegan a encarnarse en las imágenes. Sólo nos conduce a un luto más bien abúlico.
Otro problema. La ausencia de un punto de vista narrativo claro.
Si en la parte inicial de la película hay datos que permiten suponer que seguiremos las acciones desde el punto de vista del niño (el personaje lúcido y práctico en ese pequeño mundo de gente desconcertada), esa impresión se diluye luego. El personaje de la madre (Gisela Valcárcel) gana en importancia hasta convertirse en protagonista. El duelo y el miedo provocan en ella un cambio en su comportamiento: de emprendedora pasa a ser paranoica y agresiva. Pero como el ápice de la violencia ha pasado sin mayor relieve dramático, su transformación resulta brusca. La película no se detiene a describir el tránsito del personaje ni da tiempo a que el luto provoque la modificación de su temperamento. Sus gritos y demandas nos asaltan de golpe.
Al final, cuando la opinión del niño se impone y la disminuida familia decide seguir su advertencia, la situación tiene un aire de ironía final pero se desgaja de la lógica de las acciones previas.
La actuación de Valcárcel es correcta aunque cierto histrionismo –el énfasis monocorde con que expresa su irritación y desconfianza- la afecte en la segunda parte. Un buen momento del personaje: la revisión de la cartera de la empleada (impecable Liliana Trujillo).
El resto de los personajes resultan sumarios en su didactismo, que es un problema constante del guión. Elías, el niño (Ricardo Ota), es el intérprete oficial del miedo colectivo y explica en voz alta los procedimientos del terror y de la seguridad. Sofi (Silvana Cañote) se retrae y aspira a “fugar” de un medio sofocante pero no hace más, acaso para representar la actitud evasiva de un sector juvenil ante la violencia de entonces. Daniel, el padre (Miguel Iza) está sometido a la obsesión de encontrar la lógica de las pintas senderistas y consume su energía en copiar y descifrar mensajes con el empeño de Champollion ante la piedra de Rosetta.
Si “Tarata” es una película sobre las diversas maneras de ver- o de negarse a ver- la realidad, como lo sugiere el plano de detalle del ojo de Sofi (Silvana Cañote) que abre el relato, Daniel mira lo aparente como una forma de evadirse del mundo real. Ve una tregua donde hay un salto para avanzar. El apego a su libreta de apuntes es un recurso frágil y previsible que insiste en informarnos del riesgo que corre, como si no fuera suficiente con los anuncios de amenaza sembrados aquí y allá. La poquedad del personaje está expresada por la gestualidad titubeante y un tanto mecánica de Iza. Es el personaje más débil de la película.
“Tarata” demuestra ambición, voluntad por afirmar un estilo y riesgo personal en Fabrizio Aguilar. El tratamiento de la película, que acentúa la opacidad del conjunto y subraya la deteriorada materialidad y textura de lugares, cuerpos y rostros ojerosos y arrugados, deja de lado los acentos blandos y hasta edulcorados que afectaban “Paloma de papel”. Aguilar filma en otra clave y otro acento, mucho más oscuro que antes. Ojalá que en su tercer largo redondee la faena.
Ricardo Bedoya
“Tarata”, por eso, no privilegia la tensión de la intriga narrativa ni el desarrollo extenso de las acciones, sino que concentra un relato que da vueltas sobre sí, cercando a cinco personajes: los cuatro miembros de la familia y Rosa, la empleada. No es correcto, pues, buscar en la película la emoción de la aventura ni la evocación precisa de lo que ocurrió. La intención no es esa. “Tarata” sigue a los personajes en un moroso deambular por ambientes sombríos.
“Tarata” tiene un tratamiento definido, un tono, una fluencia, un buscado estilo visual apagado y opaco -acorde a la intención general del film-, un buen trabajo fotográfico de Micaela Cajahuaringa, y una pareja (aunque no sobresaliente) dirección de actores. A pesar de eso, deja la impresión de ser un filme con lagunas, al que le falta contundencia, fuerza.
Acierta “Tarata” al marcar los límites del proyecto, sabiendo que no se puede representar lo que resulta irrepresentable ni vale la pena reconstruir –y no sólo por razones económicas de producción- un suceso que pierde su dimensión material para simbolizar el horror. Por eso, decide no escenificar el atentado a la manera de los telefilmes que “reconstruyeron con realismo” la masacre de los atletas en el Munich de 1972, o el rescate de Entebbe, o la toma de la residencia del embajador japonés en Lima. Prefiere una presentación escueta del hecho, en segundo término visual, para retomar el hilo de la historia familiar luego de una elipsis. En algo recuerda la opción del director mexicano Jorge Fons, en “Rojo amanecer” (1989), que hablaba de la matanza de la Plaza de las 3 Culturas, en 1968, sin mostrarla más que a través de las repercusiones provocadas en la vida de una familia del barrio de Tlatelolco.
Ahora bien, la narración elusiva del atentado de Tarata no significa restarle potencia dramática a la situación ni capacidad para transformar a los personajes, sobre todo cuando el guión indica que eso ocurre.
A pesar de que la precariedad de las relaciones familiares se apunta desde el inicio, el atentado de Tarata las desbarata de modo total. Sin embargo, el episodio del atentado no resulta decisivo, ni aparece como un golpe de timón, un momento fuerte o un giro importante de la acción. Sabemos que a partir de la explosión nada será igual para esa familia, pero el suceso pasa sin acentuación dramática ni capacidad para penetrar o influir en sus miembros. Es un detonante teórico del cambio de la situación, pero sus efectos no llegan a encarnarse en las imágenes. Sólo nos conduce a un luto más bien abúlico.
Otro problema. La ausencia de un punto de vista narrativo claro.
Si en la parte inicial de la película hay datos que permiten suponer que seguiremos las acciones desde el punto de vista del niño (el personaje lúcido y práctico en ese pequeño mundo de gente desconcertada), esa impresión se diluye luego. El personaje de la madre (Gisela Valcárcel) gana en importancia hasta convertirse en protagonista. El duelo y el miedo provocan en ella un cambio en su comportamiento: de emprendedora pasa a ser paranoica y agresiva. Pero como el ápice de la violencia ha pasado sin mayor relieve dramático, su transformación resulta brusca. La película no se detiene a describir el tránsito del personaje ni da tiempo a que el luto provoque la modificación de su temperamento. Sus gritos y demandas nos asaltan de golpe.
Al final, cuando la opinión del niño se impone y la disminuida familia decide seguir su advertencia, la situación tiene un aire de ironía final pero se desgaja de la lógica de las acciones previas.
La actuación de Valcárcel es correcta aunque cierto histrionismo –el énfasis monocorde con que expresa su irritación y desconfianza- la afecte en la segunda parte. Un buen momento del personaje: la revisión de la cartera de la empleada (impecable Liliana Trujillo).
El resto de los personajes resultan sumarios en su didactismo, que es un problema constante del guión. Elías, el niño (Ricardo Ota), es el intérprete oficial del miedo colectivo y explica en voz alta los procedimientos del terror y de la seguridad. Sofi (Silvana Cañote) se retrae y aspira a “fugar” de un medio sofocante pero no hace más, acaso para representar la actitud evasiva de un sector juvenil ante la violencia de entonces. Daniel, el padre (Miguel Iza) está sometido a la obsesión de encontrar la lógica de las pintas senderistas y consume su energía en copiar y descifrar mensajes con el empeño de Champollion ante la piedra de Rosetta.
Si “Tarata” es una película sobre las diversas maneras de ver- o de negarse a ver- la realidad, como lo sugiere el plano de detalle del ojo de Sofi (Silvana Cañote) que abre el relato, Daniel mira lo aparente como una forma de evadirse del mundo real. Ve una tregua donde hay un salto para avanzar. El apego a su libreta de apuntes es un recurso frágil y previsible que insiste en informarnos del riesgo que corre, como si no fuera suficiente con los anuncios de amenaza sembrados aquí y allá. La poquedad del personaje está expresada por la gestualidad titubeante y un tanto mecánica de Iza. Es el personaje más débil de la película.
“Tarata” demuestra ambición, voluntad por afirmar un estilo y riesgo personal en Fabrizio Aguilar. El tratamiento de la película, que acentúa la opacidad del conjunto y subraya la deteriorada materialidad y textura de lugares, cuerpos y rostros ojerosos y arrugados, deja de lado los acentos blandos y hasta edulcorados que afectaban “Paloma de papel”. Aguilar filma en otra clave y otro acento, mucho más oscuro que antes. Ojalá que en su tercer largo redondee la faena.
Ricardo Bedoya
10 comentarios:
tarata no es una película mala pero le faltan vitaminas y por eso parece adormilada. Pero es mejor que paloma de papel.
oscar
No es Tarata. Es Taaaaaaaaaaaa-raaaaa-ta
¿Mejor que paloma de papel? Bueno, yo me quedo con paloma de papel. Tarata es una piedra con la que temprano tropezó.
bueno, cualquier cosa es mejor que paloma de papel asi que el estandar no es muy alto... le conviene a fabrizio aguilar. si no sale perdiendo.
Tarata no es una película que tiene la misma dinámica de Palomas de papel. En primer lugar, tanto el contexto como el tiempo en ambas películas no son los mismos, lo cual merece un tratado diferente. Fabrizio Aguilar asume así una nueva formalidad para retratar una vez más la violencia política en el país. En su ópera primera nos ubicamos en la sierra central, momentos en que se está gestando el grupo subversivo forjándose conjuntamente una ideología, en diferencia de Tarata, que ubicada en la capital limeña, ya se habla de un grupo político y, por lo tanto, de una ideología de por medio. Estamos hablando de un mismo tema pero en espacios temporales y contextuales diferentes; distintas realidades. Pero, además de esto, hay algo que hace de Palomas de papel y Tarata dos cintas muy disímiles. En la primera estamos hablando de la vida de un individuo (un niño) y como este es absorbido por su realidad contextual (la historia del mismo dentro de una comunidad Senderista), sin embargo en Tarata se habla de la “realidad” de una familia y alternamente su realidad contextual. En Palomas de papel el personaje es una excusa para hablar de la realidad contextual, sin embargo en Tarata la familia, cada miembro de este, posee una realidad personal y este, en casos es una influencia de su realidad contextual, por lo tanto, el suceso ocurrido en Tarata llegaría a ser un mero pretexto para hablar de una familia. Por otro lado, independientemente Tarata es una película que posee una falla que al parecer desvirtúa toda su estructura argumental. Tarata habla de la vida de una familia en momentos previos y posteriores al atentado sucedido en Miraflores en el año 1992. La película, como ya lo ha comentado Bedoya, nos habla ante todo de una familia más que del mismo suceso que pareciese ser el eje temático, es por esto que la construcción argumental dependerá de que tan bien construidos estén sus personajes. En Tarata los personajes representados manifiestan un gesto de inverosimilitud debido a que no hay una claridad de sus actitudes o aptitudes, tomados estos independientemente o en grupo. Analicemos en primer lugar a cada uno por sí solo. Daniel es el padre de familia. Este es contador en una universidad nacional y está obsesionado con transcribir a una libreta las pintas que observa a diario dibujado en los muros universitarios. Su teoría es que se acerca una futura tregua. El problema que ocurre en los personajes no es por la performativa, sino por la del personaje en sí.
Daniel resulta ser una persona con una personalidad idealista dentro de un contexto donde existe una angustia nacional, y más confuso aún entenderlo de un sujeto que interactúa en un medio como la universidad nacional, espacio donde habían múltiples conspiraciones a la orden del día, pintas, banderas rojas, redadas, amenazas y desaparecidos; una realidad donde tenías que reconocer solo a dos sujetos: el bueno y el malo, y no había espacio para uno neutral, llámese a este un ajeno social. Elías es un niño que también tiene una obsesión, crear una lista para tomar medidas en caso de un posible atentado. Elías pasa a ser entonces sujeto de los que vivían con la política del miedo, con terror, con ansiedad, pues es así como se le describe al niño; un niño ansioso y son los atentados producto de esta ansiedad, muy a pesar que este no haya tenido ninguna experiencia a priori cercana con algún atentado; todos los ha visto o escuchado a través de los medios de comunicación. No hay una buena razón para que un sujeto menor, que pueda inclusive tener una conciencia más clara que la de su padre, pueda asumir tal comportamiento. Ya luego a mitad de la película sucederá el atentado en Tarata, y a partir de eso es natural que el niño al ver un carro sospeche de la posible presencia de un coche bomba. Sofi es la típica adolescente que vive un mundo inconforme, ella desea marcharse de casa rumbo a la Selva. Nunca se sabe claramente el porqué y a las finales tampoco logra marcharse, el porqué, tampoco se sabe. Claudia es el personaje mejor construido y esto se debe a que es el que posee mayor detalle al ser descrito sus deseos y propósitos. Claudia quiere hacer un negocio propio, es ambiciosa, es por eso que también es dominante, su hogar familiar lo asume como su espacio y sabe también dominar a los mismos sujetos que están dentro de ella, es por eso que también vista en conjunto los otros personajes quedan como eso, como “los otros”, los aplastados por una dictadura matriarcal. Las débiles personalidades de los hijos como del esposo son aún más opacadas por la presencia materna. Es cierto que hay una representación histriónica en Valcárcel, creo que esto se deba a que los otros personajes no estén a su nivel, como había dicho no hablamos de la actitud performativa, sino a que tan bien estos están construidos. Daniel y Sofi son los que tienen más de perder frente a esta madre arrolladora. El primero pasa a ser casi una cosa u objeto, como si la humillación que recibe fuese prueba de su poca percepción de su realidad contextual. Su actitud positivista hacia su realidad externa no encaja con su conflictiva vida matrimonial que es casi un estado de resignación. Sofi como dijimos es una adolescente que asume la rebelde decisión de marcharse a la Selva, pero sin embargo siempre es dominada con mucha ventaja cuando hay un enfrentamiento entre madre e hija, no existe ningún momento en que salga a relucir esa rebeldía sobre quien manda a quien; Claudia o Valcárcel siempre resulta siendo más que los otros.
Fabrizio Aguilar esta vez ha optado por escenarios más reducidos, como para graficar un espacio caótico y baldío. Esta vez hay más personajes principales, cada uno con una personalidad diferente a los otros, aunque como se dijo, unos más exactos que otros. Miguel Iza resulta ser uno de los más fallidos, mientras que Gisela Valcárcel se roba el show, insisto que repercute mucho aquí la construcción de sus personajes. Al último la trama de la película toma un nuevo rumbo, por lo tanto esto lo hace interesante, y crea que sus personajes también asuman nuevas actitudes. La catarsis no dura mucho pues es una vuelta de tuerca que cuenta lo que ya se sabe pasa con los sujetos ajenos a su realidad: sobre la negligencia policial, la negación social y la justicia que no actúa. La temática central de Tarata nos habla entonces sobre los ajenos a su realidad contextual, aquellos que viven en un mundo alterno al suyo, aquellos que si no asumen su situación terminan siendo absorbidos y derrotados por la crisis social siendo desactivadas sus realidades personales y obligados a entrar a puntapiés a su nueva realidad, la violencia política.
Carlos Esquives, una pequeña critica( a un critico) : no seas plomazo amigo ,¿crees realmente que alguien se va a soplar todo tu comentario? trata de ser mas agil y concentrar mas tus ideas,no le des prolijidad farragosa a tu analisis(buscarle 5 pies al gato le llaman).
Saludos
¿Cuántas palomas hay en "Paloma de Papel" de Fabrizio Aguilar? Ricardo Bedoya menciona "Paloma de Papel" y Carlos Esquives habla (dos veces) de "Palomas de Papel".
La verdad es que el texto de Esquives es excesivo para ser un comentario. Abuso de las comas, oraciones inacables que salpican más sombras y dudas que la película, y que trata de interpretar y elucidar hasta el paso del viento. Por cierto, ¿qué significa "actitud performativa"?
¿Por que sera que nunca publicaron mi comentario que hice en esta entrada?No creo haber faltado el respeto a nadie,solo hice un comentario sobre la forma de escribir del señor Esquives.Exijo una explicacion.
Publicar un comentario