Felipe Martín envía, desde España, este artículo sobre la naturaleza del llamado "documental" y el estatuto que ocupa en relación a la "ficción". En la foto: "Pour la suite du monde", de Michel Brault.
De los agitados debates promovidos por la duda, la redundancia y la curiosidad exhibidas durante el último Rencontre du Cinéma Documentaire, llevado a cabo el pasado Noviembre en Montreal, se sacaron varios puntos en limpio. Destacamos de entre ellos los obtenidos en las alborotadas discusiones en torno a la cuestión de La Verdad en el cine documental, pues la ‘veracidad’ de este género se puso en tela de juicio. Por fortuna, participantes y concurrentes llegaron a la conclusión unánime de que la categorización de ‘documental’ es sólo otra maniobra mercantilista, una aparente ramificación cinematográfica o genre (como la comedia, el drama, la acción o el thriller) de un cine aburguesado que impone sus clasificaciones; divisiones que más que ayudar a entender el todo, principalmente estimulan la confusión entre sus elementos.
De su lado ético (tema o contenido), radicalmente defendido por antropólogos entusiastas, instituciones caritativas y reporteros, aunque se elogió su potencial didáctico (acusado por algunos de superficial o arbitrario, sin embargo), se estableció que siempre busca una retribución económica ya sea para la productora, o para quien pretenda ayudar con su reportaje. Es decir, más allá de su interés o asunto, de lo que se trata sigue siendo cine-comercio, cine-limosna, por humanas o académicas que sean sus causas. (Para la mayoría, dicho sea de paso, su intrínseca pretensión de instruir al público espectador se reveló provocadora, incluso insultante)
Hasta aquí no hubo discrepancias mayores, pues una indemnización, por mínima que sea, parece imprescindible al menos para cubrir los costos técnicos. Pero cuando se empezó a hablar del lado estético (lo plástico, su formato), que fue el que recibió las críticas más ultrajantes y no siempre bien recibidas, el debate tomó otro tono y empezaron los desacuerdos.
La tan defendida autenticidad del documental, y por lo que aparentemente se le diferencia de la ficción, se basa primordialmente en el hábito de dejar rodar la cinta con la intención de aislar y registrar algunos eventos del devenir de una realidad inconmensurable, y luego presentarlos no como una historia, mas como una información. Esto, para algunos, significa la creación de un tipo de cine aparte, visto que el orden y la disposición de lo filmado aparentemente no han sido subordinados a los gustos o intereses de un ‘director’, sino al contenido de dicha información. Tal conjetura ha resultado, dijo alguien, en la explotación del amarillismo y la falacia del reality, y es problemática cuando se respalda no sólo con la certidumbre de que la naturalidad y la espontaneidad en el mundo sensible son La Realidad, sino también que tal Realidad es la Verdad[1]. En ese momento parecían dividirse ya los miembros de la concurrencia.
“Lo innegable de todo esto, continuó el mismo individuo, es que el documental (al igual que todo tipo de cinematografía) únicamente recoge una mínima porción audiovisual de la Realidad; fragmento que de todas formas altera y mutila, ya que ejerce siempre una influencia de mayor o menor grado sobre lo que filma y edita, todo lo cual produce, por consiguiente, una ficción: al utilizar las mismas herramientas de ésta última, es lógico que recoja los mismos frutos.”
Los del bando defensor reaccionaron, y denunciaron tal argumento de injustificado y absurdo, sosteniendo que no se podía negar la veracidad en los actos, por ejemplo, de alguien que es filmado sin saberlo. Evitando agrandar la discordia, respondieron los detractores que el hecho de que la gente cambiara o no frente a la cámara no hacía más o menos real a un filme; la actuación de un actor no era menos real que la actitud del que es filmado sin saberlo sólo porque fuera fingida. ¿Son las cámaras de seguridad las que producen los documentales arquetípicos? ¿Es el voyerismo el mejor método documentalista? No hay que equiparar franqueza con realidad, repitieron: ¿es la naturalidad sinónimo de verdad o realidad, o más auténtica que la simulación?
Sustentó entonces una de las apologistas que una clara prueba de la Verdad que encierra el documental, es que las gentes y lugares vistos en la pantalla puede uno ir a visitarlos en persona, es decir, existen, mientras que el personaje de una ficción es una fantasía, carece de realidad más allá del celuloide.
Hubo un silencio. E invocando a Heráclito, uno de los detractores se atrevió a replicar: “Un momento señorita, ¿está usted tratando de decir que la ‘persona’ que vemos en la imagen y la persona que usted dice que podemos visitar, son la misma persona?”
Tales extremos ontológicos lograron turbar a uno de los estudiantes presentes, más bien impávido y callado, quien finalmente indagó: “¿Y los noticieros… las noticias entonces son un embuste?”, a lo que sin chistar respondieron sus apologistas que no, “porque eso sería dudar de la integridad y el profesionalismo de los periodistas”. Los detractores (sin tocar el tema del profesionalismo) se limitaron a aclarar que, “aunque el Hecho fuera cierto, eso no quiere decir que la Noticia sea verídica”. “Pero los reportajes en vivo, ¿no se los transmite contemporáneamente con el ocurrir de los hechos, por ejemplo?”, insistió el colega. “Eso quieren hacernos creer - precisaron los acusadores. Y eso en realidad nos hace pensar que a cada segundo que pasa, ese reportaje pierde contemporaneidad y expira estéticamente. El reportaje audiovisual que recibes es nada comparado con el aquí y el ahora de los sucesos, su información está limitada a las imágenes que la cámara alcance a acumular, a la resolución de tu pantalla.”
Quizá lo más revelador, lo que en realidad pudo haber llevado el susodicho debate a su feliz y pacífica conclusión, fue el apunte certero e irrefutable otorgado en aquel momento por el viejo Michel Brault, quien disfrutaba atento e intrigado de la charla y cuya presencia animó a los asistentes. Recordando sus años de trabajo con Jean Rouch en Paris, durante los cuales anunciaron la aparición del Cinéma Vérité (del que habla sin nostalgia alguna), fulminó la controversia demostrando que la ficción es más confiable (no cierta) que el documental, pues al contrario de éste último, la ficción no pretende ser real.
Pero justo en ese instante, Fernando Birri (que trataba de pasar desapercibido entre los asistentes, a pesar de su ancestral barba blanca y su sordera) preguntó: “Disculpen, ¿acaso es regla general dividir la ficción del documental (o viceversa)? ¿Quién dijo que los dos eran contrarios o incluso separables? Y sobre todo, ¿quién dijo que había que enfrentarlos?”
Fue entonces que se lograron precisar dos de las raíces del problema. Primeramente, se le ha dado primacía a dos de nuestros cinco sentidos. Y así, se le ha creado la manía al público de asociar su experiencia sensible con las imágenes, que no pasan de ser siluetas hechas de sombras; luminancias sonoras industrializadas para dar una ilusión audiovisual convincente.
Como consecuencia de tales asociaciones, se cree que lo proyectado es La Realidad sólo porque las imágenes duplican, esbozan lugares o personas en simulacros hechos de sombras arrojadas contra una pared. “Nada es más triste que filmar a alguien y luego verlo reconocerse en la imagen”, me dijo uno de los detractores sin disimular su burla.
Para resumir, generalmente se estima que lo reconocible es documental, y lo desconocido ficción. De ahí su aparente naturaleza antitética.
En segundo lugar, el problema también se genera por el hecho de ser el cine el arte más cercano al pensamiento, a la memoria y a los sueños, pues las ideas se nos presentan también bajo la forma de imágenes diversas entremezcladas de cualquier manera. Será por eso que resulta fácil atribuir realidad al cine, ya que su lenguaje nos es familiar.
Preguntamos ahora nosotros: ¿no ha sido la ficción, el ficcionamiento de la ‘realidad’, la raíz y el fundamento del arte? ¿Sería entonces congruente defender o buscar cualquier tipo de ‘realismo’ en ella? Resulta por eso demasiado pretencioso el género autobiográfico, y la advertencia ‘basado en una historia de la vida real’ es tan redundante como la soez aclaración ‘los hechos y personajes de esta obra son ficticios.’
También es una pena que el poco tiempo haya robado a los detractores la oportunidad de expresar públicamente una consideración que aprueba y transmite esta crónica: el engaño fundamental de la ficción (o del documental, del cine en general), sobre el que descansa su fracaso de años, es el hecho de creer que la cámara captura el mundo exterior, cuando en realidad no hace más que exteriorizar el de su operador.
1] Evocamos, para mayor claridad, a Unamuno: “Realidad deriva de real y real de res, cosa. Suele contraponerse a lo real lo ideal y a la realidad la idealidad. ¿Pero es que las ideas no son tan verdaderas como lo que llamamos cosas? Más verdaderas por ser más duraderas. Y aún la verdad de las cosas está en su idealidad”. Entonces, en resumidas cuentas, ¿toda película no es más que una mentira sobre otra mentira, como afirmaría Platón?
1] Evocamos, para mayor claridad, a Unamuno: “Realidad deriva de real y real de res, cosa. Suele contraponerse a lo real lo ideal y a la realidad la idealidad. ¿Pero es que las ideas no son tan verdaderas como lo que llamamos cosas? Más verdaderas por ser más duraderas. Y aún la verdad de las cosas está en su idealidad”. Entonces, en resumidas cuentas, ¿toda película no es más que una mentira sobre otra mentira, como afirmaría Platón?
Felipe Martín
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