martes, 20 de febrero de 2007

Truffaut judío


Si hay un cineasta que ha reivindicado los lazos de la descendencia, los deberes filiales y el poder de la influencia de los mayores, es Francois Truffaut, que hubiera cumplido 75 años de edad en 2007. Toda su obra, y no sólo la cinematográfica, sino también la crítica, está marcada por la presencia de figuras tutelares, por “maîtres à penser”. Allí está André Bazin, el crítico de cine, cobijándolo cuando deserta del servicio militar, y abriéndole las páginas de la revista Cahiers du cinéma, a pesar de sus desacuerdos sobre varios temas. Allí está Roberto Rossellini, maestro en escritura de guiones y en resolución de infinitos problemas de producción, padrino de matrimonio, mentor de los cineastas de la Nueva Ola en su acercamiento directo a la realidad más urgente y movediza, sin esperar la intermediación del gran dinero de los productores o del carisma de las estrellas. Allí está Alfred Hitchcock, que le enseña que el cine es un espectáculo fascinante siempre que lleve una mente analítica detrás y que el “autor” puede expresarse también al interior de los géneros, de las fórmulas narrativas y de las disciplinas industriales.

Truffaut anduvo a la búsqueda constante de padres adoptivos, que fueran lo suficientemente sabios como Rossellini, bondadosos y brillantes como Bazin o Jean Renoir, geniales en el oficio, exitosos y cínicos como Hitchcock. Para no contar a otras figuras con las que tuvo acercamientos más breves, menos influyentes, como Jean Genet y Jean Cocteau.

No es casual, por eso, que Truffaut decidiera interpretar él mismo al Profesor Itard, el médico que enseña los primeros pasos y las primeras palabras al niño de L’Aveyron, en El niño salvaje. Es la historia de un padre por procuración. Tampoco es accidental que muchas de sus películas sean tributos a los que le precedieron en una genealogía que él mismo reconstruyó: Los 400 golpes está dedicada a Bazin; La sirena del Mississipi, a Jean Renoir; La hora del amor (Besos robados), a Henri Langlois; La noche americana, a Lillian y Dorothy Gish.

En su biografía del cineasta, los críticos franceses Serge Toubiana y Antoine de Baecque cuentan un episodio de la vida de Truffaut que se relaciona con su búsqueda de la línea de filiación, pero que ilumina sobre todo al director de cine y a muchos de sus personajes, salidos de la imaginación pero también de su pasado y su historia personal. Este es el relato:


“… justo al concluir el rodaje de La hora del amor (Besos robados), Truffaut se reúne con Albert Duchenne, el dueño de la agencia (de detectives) Dubly. Entonces, como si de un personaje de sus películas se tratara, Truffaut le encarga una investigación confidencial para tratar de encontrar a su verdadero padre, aquel hombre que había seducido a Janine de Monferrand y con quien ésta había tenido un hijo (…) desapareciendo después misteriosamente, mientras que el niño, dos años más tarde, era reconocido por Roland Truffaut. Atraído por la ficción cinematográfica hacia la agencia de detectives, Truffaut pretende, una vez más, desviar las aventuras de Antoine Doinel hacia su propia vida, volviendo a los orígenes del gran misterio familiar.

El propio Albert Duchenne se encarga del “informe”. Éste lleva a cabo las pesquisas necesarias y, al cabo de unas semanas, remite a Truffaut un informe “confidencial”. Su verdadero padre sería un hombre llamado Roland Lévy, nacido en Bayona en 1910, hijo de Gaston Lévy y de Berthe Kahn. Una vez terminado el bachillerato en la costa vasca, se traslada a París a finales de los años veinte para matricularse en la Escuela de Odontología situada en la Rue de la Tour-d’Auvergne, en el barrio de Lorettes. Allí conoce a Janine de Monferrand, con la que sale muy a principios de los años treinta, abandonándola antes del nacimiento de François. Al terminar sus estudios de odontología, Roland Lévy se traslada al barrio de l’Opéra y comienza a ejercer como cirujano dentista en 1938. Con París ocupado por el ejercito alemán y siendo judío, el presunto padre de Truffaut se ve obligado a abandonar la capital, refugiándose en Troyes. Los detectives de la agencia vuelven a rastrear su pista en Belfort, ciudad en la que vive desde 1954. Allí conoce a Andrée Blum, diez años más joven que él y también cirujano dentista, con quien entabla relaciones contrayendo matrimonio en 1949. La pareja vive en un edificio del Boulevard Carnot, en el centro de la ciudad y ejerce su profesión en una consulta que tiene en el tercer piso del mismo inmueble. Diez años más tarde, en 1959, la pareja se separa después de haber traído al mundo dos hijos.

Este descubrimiento conmociona y alivia a la vez a François Truffaut. Ahora ya no pertenece del todo a su familia. Y el descubrimiento del origen judío de su supuesto padre le trastorna profundamente, por lo que el eslogan “Todos somos judíos alemanes” que corean los estudiantes de mayo cala profundamente en Truffaut. En ese sentido –tal y como Truffaut se lo confesará al final de su vida en una larga conversación inédita a Claude de Givray- “siempre se había sentido judío”. Ese judaísmo lo asocia a su simpatía por los proscritos, los mártires, los marginados sociales, con la reafirmación de ese “otro” que él asegura haber sido a lo largo de su juventud; ese judaísmo, lo habría descubierto al ver algunas películas sobre la liberación de los campos de concentración en mayo de 1945 en el Cinéac-Italiens. El joven François, ignorado por su madre, golpeado por la policía, encerrado en un centro para delincuentes juveniles, se habría convertido entonces, en la soledad de una sala oscura, en el “judío” de la familia Truffaut-Monferrand. Luego, el cine habría desempeñado un papel decisivo en ese proceso de identificación: ahí, en esas películas que ve una y otra vez, había un espacio de libertad, fuera del mundo, un “otro lugar” clandestino en donde el “judío” podía al fin vivir plenamente, sin ataduras.

Un día de septiembre de 1968, Truffaut viaja a Belfort. Guarda en sus archivos un plano de la ciudad sobre el que ha trazado cuidadosamente a bolígrafo el itinerario que va desde la estación hasta el Boulevard Carnot. Allí, desde las siete de la tarde, espera al pie de un edificio de seis pisos levantado nada más terminar la guerra. Según el informe del detective, Roland Lévy sale todas las noches después de cenar para dar un corto paseo por su barrio. Vive solo y planifica cuidadosamente su tiempo. A las ocho y media, más bien corpulento, envuelto en un abrigo gris, con un pañuelo alrededor del cuello, abre el portal del inmueble. Pero, en ese instante, François Truffaut se da la vuelta. No quiere trastornar las costumbres de ese hombre revelándole bruscamente que es su hijo. Aquella noche, Truffaut se hospeda en la habitación de un hotel del centro de la ciudad después de aislarse a un cine en el que se proyecta La quimera del oro [The Gold Rush] de Chaplin.” (Francois Truffaut, de Serge Toubiana y Antoine de Baecque. Plot Ediciones, Madrid, 2005).

Ricardo Bedoya

Páginas del diario de Satán


Empieza este blog de cine. No hay mayores explicaciones que dar. Su nombre, digámoslo ya para evitar especulaciones sulfurosas, está tomado de una vieja película muda de Carl Theodor Dreyer (arriba en la foto), formidable como todas las suyas, que se podía ver en Lima, hace muchos años, gracias a una copia en 16 mm. conservada por el doctor Miguel Reynel, en los días de la Cinemateca Universitaria.


Como todos los blogs, estas Páginas tendrán algo de cuaderno de apuntes y de termómetro; estarán listas para opinar, informar y tomar la temperatura de los debates y los desacuerdos sobre una u otra película o tema. Vamos a hablar de cine, el de ahora y el del pasado, el de afuera y el de aquí.

Nos interesa el cine peruano y estaremos atentos a lo que se haga en largo y cortometraje, sobre cualquier soporte. No para dar lecciones, trazar metas, fijar objetivos, elaborar estrategias, predicar doctrinas estéticas, fijar modelos de importación, proponer la obra de cineastas como ejemplos imposibles o impartir consejos sobre lo que se debe o no se debe hacer. La crítica y el pensamiento sobre el cine no es un formulario de indicaciones a seguir ni de normas de aplicación inmediata. Lo crítico rechaza lo normativo así como se aleja de generalizaciones del tipo “el cine peruano es un desastre” o “el cine peruano no existe”, convertidas en muletillas dichas con alarmante desconocimiento y frivolidad. Madeinusa no es similar a Talk Show, ni Días de Santiago se asemeja a Espejismo, o El destino no tiene favoritos a Una buena chica de la mala vida, ni La boca del lobo a Los montoneros, o Todos somos estrellas a Fantasías. Medirlas con el mismo rasero para hacer una negación genérica y una mueca de desaprobaciòn es renunciar a la capacidad de establecer diferencias, señalar rasgos típicos, diferenciar, situar, evaluar y juzgar teniendo en cuenta logros o errores y condiciones de producción; es decir, es echar por la borda la esencia misma de la actividad crítica.

No nos interesa crear paradigmas imaginarios (el Nuevo Cine Argentino como modelo; el Dogma 95 como panacea, etc) para “soplárselos” a los cineastas señalando los temas de su agenda y la caligrafía aplicable. Nos limitaremos a indicar lo que pasa en el cine de hoy y lo que recibe del cine de ayer. Pero, sobre todo, a argumentar, dar razones, sustentar juicios, gustos y disgustos. Se trata de acompañar el cine que se hace, enfrentándolo a ideas y opiniones a veces duras, pero no poniéndose delante de él para señalarle un camino obligatorio, que es lo único que no existe ni debe existir.

En este blog no hay lugar para los anónimos ni para los agravios personales. Bienvenidas todas las opiniones, aun las más críticas y polémicas, dichas con sustento, seriedad, ironía, humor o entusiasmo. Pero siempre que estén ceñidas al asunto en discusión y traten sobre las ideas en cuestión. Queremos que nos envíen comentarios de todo tipo, siempre que se ajusten a ese requisito indispensable.

Este blog es colectivo. El editor es Ricardo Bedoya, pero está escrito por varias personas. Las notas siempre aparecerán firmadas. En este posteo inicial colaboran, además del editor, Mónica Delgado, José Carlos Cabrejo y Enrique Silva Orrego.

El editor

Monstruos, vampiros y fantasmas: Apuntes sobre el horror bollywoodense

La aparición de Naina, los ojos del demonio (Shripal Morakhia, 2005) en nuestra cartelera, despierta la curiosidad acerca del cine de horror en la India.

Pensar en aquel río cinematográfico que fluye en la India, en aquella gran industria nacida en Bombay en los años treinta y que hoy es popularmente conocida como Bollywood, nos lleva a asociarlo a nombres de cineastas como el maestro Satyajit Ray o Mira Nair, o a aquellos lacrimógenos melodramas como Mendigar o morir, Madre India o Joker, que hicieron moquear a muchos capitalinos en el ahora vetusto cine Tacna.

Sin embargo, poco se conocía hasta hace un tiempo de lo que hacía Bollywood en relación a otros géneros, como por ejemplo el fantástico. Gracias a críticos locos como Pete Tombs u Omar Ali Khan, que han viajado a los países más recónditos (tercermundistas principalmente) para encontrar rarezas cinematográficas (Pakistán, Indonesia, Sudáfrica, Turquía, entre otros), ahora se puede conocer de qué manera un país como la India se acercó al género de horror.

Desde occidente, gracias a la Internet, ya desde hace algunos años, uno podía encontrarse con alguna hilarante sorpresa relacionada al fantástico bollywoodense, como un trailer de Khooni Drácula (1992:
http://www.youtube.com/watch?v=CDP6xd9Ron4 ), una versión del Conde Drácula con un vampiro de máscara cutre y una música de fondo ideal para un bailongo tropi-dark, o fragmentos de una extraña cinta inspirada en Supermán y la Mujer Araña ( http://www.youtube.com/watch?v=f5Pjo0WjBcs ), con unos efectos especiales elementales y secuencias de baile insólitos, inimaginables en una película de nuestro hemisferio.

Recién el año pasado se lanzó una primera edición especial basada en el horror de la India: The Bollywood Horror Collection Vol. I, un DVD doble de la empresa Mondo Macabro con dos cintas: Purana Mandir (El templo maldito, 1984) y Bandh Darwaza (La puerta cerrada, 1990).

Ambos filmes son dirigidos por los hermanos Tulsi y Shyam Ramsay, reconocidos como los iniciadores del género en la India. Ya en los años setenta y comienzos de los ochenta, hicieron diversos experimentos con el género, pero con Purana Mandir consiguieron en la India un éxito de tal magnitud que las producciones de terror se multiplicaron. Ese filme, además, marcó una constante en sus futuros trabajos: su orientación hacia las coordenadas del masala, un término que en hindi significa “salsa” y que es utilizado para denominar a toda aquella película que mezcla elementos de géneros distintos: el melodrama, el musical, la comedia o el thriller.

En Purana Mandir, los hermanos Ramsay cuentan la historia de una familia que sufre una maldición que dura más de 200 años. Uno de sus ancestros fue un rey que decapitó a un hombre bestia conocido como “Saamri”, y que antes de perder su cabeza juró que cada una de las hijas de su descendencia se convertiría en monstruo y moriría al dar a luz.

Sorprende la duración de Purana Mandir. ¡Dura dos horas y media! Y es que cada veinte o treinta minutos, aparece alguna canción, de esas azucaradamente chillonas que solemos encontrar en los culebrones de la India, reflejando los dilemas de algún triángulo amoroso. Sí, es cierto, estamos ante una película de horror, sobre una maldición y un ser sobrenatural que amenaza con volver al mundo terrenal, pero entrarle al musical melodramático en una cinta de horror es algo normal en Bollywood. Así como es plausible introducir toscamente escenas que parecen sketches de un programa cómico de TV. En algunas secuencias, aparece un moreno bromista y vulgar, algo así como una mezcla increíble de Toto Africa y Miguelito Barraza, que anima una película que busca complacer todos los gustos de la audiencia.

El resultado termina siendo excesivamente disperso; sin embargo, es muy singular la forma en que se trata el horror en Purana Mandir, fusionando estéticas occidentales del género pertenecientes a épocas muy distintas. Los decorados góticos son cercanos a las películas británicas de la Hammer, pero la cámara tiene movimientos potentes y adrenalínicos, abiertamente inspirados en los travellings de Evil Dead (1981) de Sam Raimi. En medio de tanto sancochado onda serie B, los Ramsay saben crear atmósferas tenebrosas.

Con esas mismas características, Bandh Darwaza es una cinta mucho más cohesionada y entretenida, a pesar que no tiene la importancia histórica de Purana Mandir. Este filme, que significó el acercamiento de ambos directores al personaje de Drácula, luce un interesante trabajo de dirección artística, con un impresionante ídolo murciélago de encendidos ojos rubí, que acompaña retorcidos rituales profanos; un conde monstruoso de maquillaje barato, a diferencia de los de Lugosi o Lee, pero de movimientos tan elegantes como perturbadores; y un sentido infantilmente vibrante de la acción. Como los jóvenes protagonistas de Purana Mandir, los de Bandh Darwaza saben, inexplicablemente por cierto, de artes marciales, y les propinan unas buenas golpizas a los súbditos de Drácula.

Poco se conoce sobre otros directores de horror contemporáneos de los Ramsay como Vinod Talwar o Mohan Bahkri, responsables de otras cintas exitosas (hay imágenes de este último en un documental que aparece en el DVD doble de Mondo Macabro, y parecen el video Thriller de Michael Jackson en clave hindú, aunque con menos dinero y más sentido del humor), pero hoy en día se siguen haciendo películas del mismo género en la India. Nos podemos topar con una película para el olvido como Vaastu Shastra (2004), que se apropia descaradamente de recursos ya utilizados en filmes como El resplandor de Kubrick o Ju-On de Takashi Shimizu; pero también con un director al que no se le debe perder la pista: Ram Gopal Varma. Este cineasta se ha convertido en un director de culto, y poco a poco se va haciendo más famoso en Occidente. Una de sus mejores cintas es Bhoot (Fantasma, 2003), que alcanzó una mayor popularidad por causar el infarto mortal de una persona en una proyección en la India. A diferencia de los ochenteros Ramsay, Gopal Varma es estilizado y sutil, su puesta en escena privilegia la mirada del ser perturbador, espectral, maligno, con una cámara en lento pero constante desplazamiento; una fotografía de imágenes deformadas, en gran angular; una iluminación azulina, que acentúa la sensación de una noche que ensombrece e inquieta. Asimismo, el director reflexiona sobre el propio cine como medio para canalizar los temores humanos, como en aquella formidable secuencia en que la protagonista (interpretada por la misma actriz principal de Naina, la esbelta Urmila Matondkar) sufre el acoso de fantasmas en una sala de cine. Para Ram Gopal Varma, la topología del horror muchas veces debe ser igual tanto para sus heroínas como para los espectadores.

Gopal Varma ha hecho escuela en la India. En su producción Darna Zaroori Hai (2006), él y otros cineastas dirigen distintos relatos de horror, pero estos últimos demuestran seguir ese estilo tan característico del director de “Bhoot”

José Carlos Cabrejo

Trailer de Purana Mandir:
http://www.youtube.com/watch?v=60QQXdQLdFw

Trailer de Bandh Darwaza:

http://www.youtube.com/watch?v=S1LCjhh123U


Richard Widmark: Héroe (y villano) olvidado



El estadounidense Richard Widmark (Minnesota, 1914) es uno de los varios actores de Hollywood que no solamente nunca ganó el Oscar, mereciéndolo en más de una oportunidad, sino que ni siquiera ha sido considerado para una estatuilla honoraria por la Academia de Artes y Ciencias. Los nombres van y vienen, pero el suyo no asoma por ningún lado. Sin duda, una grave omisión si consideramos que cumplió 92 años en diciembre pasado y está retirado de toda actividad desde hace década y media.

Widmark empezó su carrera como uno de los villanos más despreciables y sádicos, aunque no tardó en pasarse al lado de los buenos y establecerse como uno de los actores más respetados de su tiempo. Su impecable caracterización del asesino Tommy Udo, de maniática risa, capaz de arrojar a una anciana en silla de ruedas por las escaleras en El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947), de Henry Hathaway, le valió su única nominación al Oscar. ¡Y vaya que es inolvidable!


Luego de interpretar al temible gángster Alec Stiles en La calle sin nombre (The Street With No Name, 1948), buen policial de William Keighley, quedaba claro que lo suyo no iba a ser el cine romántico, sino las películas de acción, de aventuras y los westerns. Widmark carecía de la apostura de galán que el Hollywood de su época requería, pero su apariencia no era lo suficientemente ruda y pétrea como para encasillarlo en roles de malvado. No iba a ser un nuevo Cary Grant, pero tampoco estaba destinado a ser otro Jack Palance.

En la década del cincuenta, Richard Widmark demostró que su talento estaba para quedar en la memoria: el criminal de No Way Out (1950), de Joseph L. Mankiewicz; el avispado ladrón de El rata (Pickup on South Street, 1953), de Samuel Fuller, y los atrevidos vaqueros que encarnó en La última carreta (The Last Wagon, 1956), de Delmer Daves; The law and Jake Wade (1958), de John Sturges; y Warlock, (1959), de Edward Dmytryk.

Los años sesenta lo hallaron con una bien ganada madurez profesional que lo llevó a filmar por partida doble con el legendario John Ford, en Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961) y El ocaso de los Cheyennes (Cheyenne Autumn, 1964). Pero sus roles más significativos fueron el curtido detective en el formidable policial Madigan (1968), de Don Siegel; y el repudiado alguacil Frank Patch en el peculiar western Death of a gunfighter (1969), de Don Siegel y Robert Totten.

En los años siguientes su trabajo se fue reduciendo o, en todo caso, circunscribiendo progresivamente a papeles secundarios, surgiendo por ahí algún interesante villano como el Dr. George A. Harris en Coma (1978), de Michael Crichton.

En 1989, la Sociedad Nacional de Críticos de Estados Unidos le rindió un homenaje. Y en 2005, la Asociación de Críticos de Cine de Los Angeles hizo lo propio. Mientras tanto, la Academia de Hollywood lo sigue ignorando. Héroe o villano, el veterano Richard Widmark está por encima del olvidadizo gremio.

Enrique Silva Orrego

¿Por qué filma usted?

En 1987, el diario francés Liberation publicó una edición especial que contenía setecientas respuestas de cineastas de todo el mundo a la pregunta “¿Por qué filma usted?”, formulada por los editores Serge Daney y Louis Skorecki. Aquí van fragmentos de una breve selección de respuestas.

Joaquim Pedro de Andrade (Brasil)
“Para joder a los imbéciles. Para no ser aplaudido al final de las secuencias de efecto. Para estar al borde del desastre. Para correr el riesgo de ser desenmascarado por el gran público. Para que los amigos que conozco y los que no conozco puedan deleitarse. Para que los justos y los buenos ganen dinero, principalmente yo. Porque de otro modo la vida no vale la pena. Para ver y hacer ver lo nunca visto, para mostrar lo bueno y lo malo, lo feo y lo bello. Porque he visto Simón del desierto(…)”

Nelson Pereira dos Santos (Brasil)
“ (…) Cuando filmo, quiero decir el acto físico de la escritura, el rodaje, el montaje (allí tocamos la película misma), me creo capaz de cambiar algo en el mundo que me rodea”


Michael Snow (Canadá)
“¿Por qué hago películas? Porque no existían. No me intereso por las películas en general. Las hago para ver las películas que tengo ganas de ver. Ver lo que yo quisiera ver y pensar los que quisiera pensar. Mis películas son para todo el mundo pero sobre todo para mi”

Valeria Sarmiento (Chile)
“Siento un gran placer imaginando una película. Y la realización para mi es una prueba de esfuerzo. Es necesario, es necesario que me mantenga lo más cerca posible del sueño que tuve”

Lars Von Trier (Dinamarca)
“… Para desafiar a Dios y al hombre… la razón por la cual Frankenstein creó a su monstruo. La excitación de combinar trozos de desecho y un cerebro de criminal con las fuerzas de la naturaleza. El resultado tal vez no sea bonito pero poseerá una voluntad propia y podría tener consecuencias nefastas… y ese es el inconveniente”

Jorgen Leth (Dinamarca)
“Porque es mi juego favorito: introducirme en una historia y descartarme; cambiar los lugares donde las cosas pasan, afirmar algo sensato y luego defender el punto de vista opuesto. Murmuro una palabra secreta y el día se transforma en noche. Creo poder hacerlo todo, nada está prohibido. Creo mi propio mundo, sistematizo el caos. Mantengo el equilibrio tanto tiempo como creo que pueda durar. Hago como que el mundo existe; es mi juego favorito”

Manuel Gutiérrez Aragón (España)
“Mi madre me contó la historia siguiente: en los años veinte ella iba al cine de mi pueblo, Torrelaveya, en el norte de España. Había un presentador que explicaba las escenas del filme mudo, con una varita en la mano. “Aquí está la hija del capitán que es perseguida por el bandido…” “Ahora, el muchacho y la chica huyen por el lago…” Hasta que llegó una escena en que la chica y el joven se besan. Según mi madre, el público empezó a gritar: “¡Explique, explique!” El presentador sólo dijo: “Aquí, señoras y señores, no hay explicación”. Es por eso que hago cine.

Woody Allen (Estados Unidos)
“Los problemas constantes y enormemente complicados que supone la realización de películas ocupan el espíritu y no tengo mucho tiempo para reflexionar sobre las terribles realidades de la vida”

Robert Altman (Estados Unidos)
“Es mi “chamba”. Pienso que es una pregunta estúpida. No tengo ganas de responderla”



Michael Cimino (Estados Unidos)
“Si supiese el motivo probablemente no filmaría”


Francis Ford Coppola (Estados Unidos)
“Hago películas para poder pagar las deudas acumuladas por las películas que ya hice y poder hacer otras nuevas”

André de Toth (Estados Unidos, de origen húngaro)
“Porque es la forma de arte más fácil. Basta con utilizar el material más despreciable –el dinero-, combinar lo visual, lo oral y las pequeñas manías de los que colaboran, para lograr que un sueño se realice. ¿Qué hay de complicado en eso?”

John Huston (Estados Unidos)
“¿Por qué no?

Jim Jarmusch (Estados Unidos)
“Si extraterrestres desde el espacio observaran nuestras actividades verían que el proceso de fabricación de películas es uno de los más ridículos. Primero, celuloide recubierto de plata es expuesto a la luz para registrar una suerte de “re-activación de la vida”. Luego ese material es sometido a procesos en máquinas complicadas, caras y anticuadas. Finalmente, los espectadores se reúnen en una gran sala a oscuras para mirar imágenes luminosas que son proyectadas por otra máquina anticuada, lo que les permite asistir a una “imitación de la vida”. Yo no sé de verdad el motivo por el que hago cine.

Paul Schrader (Estados Unidos)
“Porque es el medio de mi generación”

Steven Spielberg (Estados Unidos)
“No hay otra cosa que yo haga tan bien”

John Waters (Estados Unidos)
“Hago películas porque evita que cometa crímenes”



Robert Bresson (Francia)
“Para vivir”



Claude Chabrol (Francia)
“Las razones por las que filmo no son muy razonables. Deben incluir –no estoy seguro de nada- partes de infantilismo: construir un universo paralelo con sus leyes propias y sus milagros. Una parte de idealismo: moralizar este universo hasta convertirlo en utópico. Una pequeña parte de cinismo: confrontar este universo utópico a supuestos identificables como realistas, y cuanto más brutal es esa confrontación más aparente es el cinismo. Una enorme cuota de humor: todo eso, en definitiva, nos debe hacer reír o al menos divertir. Pero yo no filmaría si no pudiese agregar a este cóctel una pizca de desesperanza indispensable para recalentar el corazón (…)”

Alain Delon (Francia)
“Contestaría con tres palabras: por el público”

Marco Bellocchio (Italia)
“Hacer una película es una búsqueda individual y colectiva de imágenes originales que nadie ha descubierto o creado aún. El realizador debería ser como un científico que tiene al inconsciente como territorio privilegiado de investigación. Hacer cine no es describir lo cotidiano, lo banal, lo repetitivo de la vida, ni limitarse a contarla “tal como aparece en los sueños”. El que vive sólo de sueños no tendrá la capacidad de realizarlos, y el cine es por el contrario un arte que exige una identidad personal vivaz, sexuada, resistente, que permite convertir los sueños en realidad y la realidad en sueños (…)”

Bernardo Bertolucci (Italia)
“Porque no sé ni cantar ni bailar”

Akira Kurosawa (Japón)
“Filmo para establecer una comunicación con el máximo de personas. No estoy dotado para la elocuencia y no sé expresarme plenamente más que en mis películas. Por eso filmo”

Roman Polanski (Polonia)
“Me lo pregunto…”


Ingmar Bergman (Suecia)
“Yo no filmo”



Jean-Luc Godard (Suiza)
“Filmo para evitar la cuestión del 'porqué' "

Serguei Paradjanov (Armenia)
“Para santificar la tumba de Tarkovski”

Selección de Ricardo Bedoya




Sorum: El fantasma que hay en mí

Tiene todos los elementos perturbadores de una cinta de terror (sobre todo asiática): pasadizos oscuros en un edificio abandonado y aparentemente embrujado, luces intermitentes que fallan justo en el momento más inesperado, gente que deambula con la mirada perdida y, sobre todo, mucho silencio.

Suelo quejarme de películas que se marquetean como algo que no son: "la más espeluznante después de Ringu", "más hilarante que Shaolin soccer", "más balas que en Breaking News", pero con Sorum (2001), la ópera prima de Yoon Jong-Chan, ha sucedido absolutamente lo contrario.

Si bien este filme coreano se publicita con el slogan "¿crees en los fantasmas?" (como reza la carátula del DVD y el afiche publicitario), y puede engañar al espectador que busca escalofríos tipo obras de Takashi Shimizu o Hideo Nakata, Sorum es un thriller psicológico lleno de sutilezas y ambigüedades, de personajes enajenados, alienados y frágiles en situaciones límite, de secretos colectivos que salen a la luz a modo de enigma o rompecabezas, donde no aparece ni un sólo fantasma o hecho sobrenatural. Y la verdad, es una ausencia que se agradece.

Un taxista nocturno acaba de mudarse al departamento 504 del edificio Migum en un barrio del mismo Seúl, donde viven un escritor fracasado obsesionado con el crimen ocurrido en el cuarto del advenedizo, una vendedora solitaria que es golpeada a diario por su marido y una joven profesora atormentada por el suicidio de su novio en el mismo lugar. Todos ellos interactúan muy poco, salvo el taxista y la vendedora, quienes entablan una relación amorosa de lo más extraña, gobernada por el mutismo y el humo del cigarro. Y este es un elemento importante, puesto que no recuerdo otra película donde los personajes fumen tanto, de manera compulsiva y necesaria.

Sorum tiene toda la atmósfera de la desolación, de la decadencia y el individualismo extremo y aturdido, donde los espacios abiertos y silvestres inclusive se ven pervertidos por la humareda del cigarrillo, no a la manera estilizada de los fumadores de Wong Kar-Wai, sino como recurso para tapar el lento transcurso del tiempo. No se habla en Sorum pero sí se fuma: una manera del horror vacui.


Mónica Delgado