martes, 29 de enero de 2013

Lincoln

                                             


En 1939, John Ford hizo un amoroso y lírico retrato del presidente Lincoln en sus primeros años. La imagen final de “El joven Lincoln” mostraba a Henry Fonda remontando una colina luego de haber defendido y librado, en juicio público, a dos hermanos del patíbulo. El joven abogado partía rumbo a su destino. De pronto, sobreimpresa en los créditos finales, se desataba una tormenta.

En el “Lincoln” de Spielberg, la tormenta de la Historia debe detenerse a cualquier precio. Y Lincoln es el personaje, acaso providencial, que tiene entre sus manos esa tarea. Por eso, la película no es una biografía habitual u ortodoxa del presidente que abolió la esclavitud en los Estados Unidos. Es, más bien, un retrato en interiores, cerrado, acotado y sombrío del hombre y su entorno.

Lincoln, el político, es el personaje principal, pero también importa la maquinaria institucional que presenta la película. Maquinaria de funcionamiento moroso cuya descripción no admite ni intensidades ni crescendo e impone una dramaturgia de clave baja.

Lo más interesante radica justamente en el modo en que Spielberg condensa el gran conflicto en un conjunto de episodios íntimos que se debaten en la penumbra. 

La acción se decanta siguiendo la misma lógica con que Lincoln interpela a sus sorprendidos asistentes una noche cualquiera: una comunicación bélica es contrastada con el teorema de Euclides para volver a ser nada más que una comunicación que acaso decida el curso de la Guerra Civil. La Historia se convierte en un drama de cámara, sustentado en conversaciones reservadas, aproximaciones y negociaciones cercanas. Es una epopeya de gabinete. La épica en la recámara.

Y “Lincoln” es un filme de cámara de un clima casi mortecino que lo invade todo, gracias a la fotografía cuidadosamente desaturada de Janusz Kaminski. Ambientes apagados, tenues, en claroscuro, como la relación personal del presidente con su esposa, marcada por la ausencia de un hijo. Pero también como la descripción de las turbias minucias de la política ordinaria, las maniobras de los lobistas y el perfil de las personalidades fuertes o débiles que se van delineando. Hay algo que recuerda en ese vaivén entre pasillos y gabinetes burocráticos a una película como “Tempestad sobre Washington”, pero sin la amplitud ni la soberana maestría de Preminger.

A Spielberg se le siente seguro dictando su clase magistral de historia y de lo que quiere conseguir con ella, pero algo asfixiado por la caligrafía de esta crónica acuciosa y preocupada por construir a un Lincoln valido para los tiempos de Obama.

Sin duda, la composición de Daniel Day-Lewis es notable. Domina como pocos ese trabajo interior que le permite representar, con perfecta serenidad y relajamiento, un estado del personaje, una cualidad esencial de su ser. Aquí tiene de hombre común, impertinente narrador de chistes, personaje mítico, sujeto de perfil heroico y esfinge que esconde todos los secretos.

Ricardo Bedoya

martes, 22 de enero de 2013

Juegos de muerte: El coleccionista 2

                                   

“Juegos de muerte: El coleccionista 2” apuesta al horror puro y duro, a la violencia sin atenuantes y al despliegue de sadismo.


Un asesino serial secuestra a una joven luego de cometer una masacre desquiciada. Como extraídos de una película de John Carpenter, los miembros de un heterogéneo comando armado buscan a la muchacha desaparecida en una guarida llena de trampas y restos humanos. Y no hay mucho más en la trama porque la trayectoria de la acción se asemeja a la de un juego de vídeo, más bien esquemático y reiterativo en sus incidentes.

La ruta que deben seguir los protagonistas es un laberinto, con sótanos y escondrijos que se descubren al avanzar como en las viejas seriales. Mil riesgos aparecen de pronto pero las vías de escape se cierran una tras otra. En su camino, los personajes enfrentan hallazgos repugnantes que incluyen cuerpos cercenados, tarántulas, insectos extraños, una galería de cuerpos mutilados. Obstáculos que deben vencer a riesgo de ser eliminados o liquidados mediante técnicas brutales y chocantes.

Hay algo en esta película maloliente que recrea las viejas mitologías del horror, las del gabinete de las figuras de cera, las del zombie blanco, las de los coleccionistas de cadáveres. Tal vez sea la disposición escenográfica de la guarida del criminal, con su obsesión clasificatoria y afanes museísticos. La diferencia es la que permiten los tiempos: la macabra colección luce ahora la gráfica sordidez de la materia descompuesta y la sangre fluyendo a borbotones.

El director Marcus Dunstan tiene oficio y se aplica en el juego de mezclar el miedo, el artificio, la sorpresa y el asco.

Ricardo Bedoya

Cristiada

                                                            La prensa informa que “Cristiada” es la película de mayor presupuesto en toda la historia del cine mexicano. Sin duda. Los valores de producción saltan a la vista. Todo aquí tiene las pretensiones de una épica al más puro, acartonado e impersonal estilo de una película de estudio hollywoodense de hace cincuenta años. Y hasta se habla en inglés,

En dos horas y media de duración la película da su versión de la guerra cristera. Un conflicto entre seres buenos y abnegados que se enfrentan a villanos de una crueldad que raya en la abyección. Los buenos son los cristeros, por supuesto. Los perversos, en cambio, marchan a las órdenes del irracional y autoritario Plutarco Elías Calles y de los miembros de su jerarquía militar, de arriba abajo, desde el general hasta el último de los federales.

Ese rotundo maniqueísmo marca las acciones de la película y la definición de cada uno de los personajes. Incluso los que muestran claroscuros, dudas o titubeos en sus conductas terminan alineándose de este lado de la verdad dogmática.

Y así transcurre el relato, entre secuencias de acción filmadas con la solvencia profesional de un director que tiene en su expediente el haber cumplido labores técnicas en “Las crónicas de Narnia” y en “El señor de los anillos”, y episodios emotivos, mejor dicho, votivos, entregados como ofrendas de piedad cristiana y sacrificio redentor. Porque los dirigentes cristeros no solo son personajes positivos. Están movidos además por la pureza y el espíritu de sacrificio. Son mártires en defensa de su fe. Viven en olor de santidad.

“Cristiada” está producida por una empresa que pretende difundir valores religiosos. En ese afán convierte una recreación histórica y épica en estampita de devoción adolorida y propagandística. El episodio del sacrificio del muchacho es inenarrable, digno de cierto cine español de los años cuarenta. La descripción de su vía crucis resulta tan cargada de efectos visuales, de tiempos dilatados, de tonantes apoyos musicales, de énfasis dramático, que transforma la piedad en caricatura.

Ricardo Bedoya

Nueva edición de Cuadro por cuadro


Cuadro por cuadro

Apareció la tercera edición de la revista chiclayana "Cuadro por cuadro", con carátula dedicada al Django de Tarantino, dobre el que trae un especial. Corresponde al segundo semestre de 2012.                                               
En la revista se recuerda a Leonardo Favio, se da cuenta de la pasada edición de FENACO e informa sobre un documental de 36 minutos sobre las "Historias de rock en Lambayeque", dirigido por Carlos Guerrero. La nota dice que Guerrero apela a fotografías y grabaciones caseras de 40 años atrás para reconstruir la historia de diversas bandas musicales formadas en Lambayeque.

"Cuadro por cuadro" es una revista del Cine Club de la Escuela de Comunicación de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo. El coordinador general es Milton Calopiña.

sábado, 19 de enero de 2013

EL CINE ES ARTIFICIO, NO ARTESANÍA. Comentarios a unas citas de Walter Benjamin

Walter Benjamin
                                            



Víctor H. Palacios Cruz, filósofo, escritor y colaborador de este blog, envía el siguiente ensayo, producto de su entusiasmo con la lectura de Benjamin, pensador fundamental en un momento en el que el cine cambia la naturaleza de sus imágenes y su relación con el espectador.



Para el especialista, el ensayo del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) La obra de arte en la era de su reproducción técnica, aparecido en 1936, es una de las fuentes más indispensables en la comprensión de la cultura contemporánea, la relación entre arte y política, la tecnologización de la vida humana y el oficio cinematográfico. Para el profano –un simple lector, como en este caso–, es el hallazgo deslumbrado de una mirada genuinamente filosófica, en el sentido de la filosofía entendida no como erudición y hermenéutica de teorías y autores –libros sobre libros, diría Montaigne–, sino como mirada de detalle y conjunto dirigida alrededor con el fin de esclarecer los lazos del ser humano con el mundo y consigo mismo. Pese a algún vestigio del lenguaje marxista, Benjamin desplaza sobre sus temas –como en sus ensayos sobre la narración, Baudelaire o la filosofía de la historia– una percepción diáfana e intuitiva, capaz de mostrarnos facetas de las cosas que una córnea postiza hecha de referencias prestadas impediría detectar.


La universalidad y la autonomía de la técnica

Benjamin cita a Paul Valéry: «Tal como el agua o la corriente eléctrica vienen de lejos a nuestras casas para atender nuestras necesidades con un esfuerzo casi nulo, así nos alimentaremos de imágenes visuales o auditivas que nacen y se desvanecen al menor gesto, casi un signo.» Desde que en la primera mitad del siglo XIX, una red telegráfica comunicó ciudades distantes entre sí, el afán de inmediatez y superación del espacio y el tiempo ha inspirado una sucesión de inventos –automóviles, radiofonía, satélites– que ha terminado en la impalpable universalidad de las señales de internet.

El aire que hoy respiramos se colma de miríadas codificadas de textos, sonidos e imágenes que son al instante recibidos, descargados, transformados y reemitidos por cualquier adminículo –computador portátil, teléfono inteligente y quizá en breve sensores minúsculos posiblemente insertados en nuestra anatomía–. Para ver la Gioconda de Da Vinci, ya no hace falta tener el privilegio de ir a París, tampoco correr hacia el impreso de alguna biblioteca o librería, ni siquiera tenemos que ponernos de pie para acercarnos a la estantería de la sala. Una suave pulsión sobre el teclado o la pantalla permitirá la contemplación del cuadro, incluso el análisis del espesor de sus pigmentos.

El cine es un arte que nació en este febril tramo de la historia. Dice Benjamin: “en las obras cinematográficas, la reproducción técnica del producto no es, como en la literatura o en la pintura, una condición impuesta desde afuera para obtener su difusión masiva. La reproducción técnica de las obras fílmicas se funda directamente en su técnica de producción. Dicha técnica no solo permite la difusión masiva de las obras, sino que la impone. La difusión masiva es necesaria porque la producción de un film es tan cara que ningún individuo en condiciones por ejemplo de darse el lujo de comprarse un cuadro, podría comprarse una película”.

Reproductibilidad que condiciona la planificación empresarial –aun a pequeña escala– así como la realización técnica; pero que, además, engendra su propio objeto. Décadas después Marshall McLuhan diría lo que ahora es común: «el medio es el mensaje». No se trata únicamente de un acceso diferente a ciertos contenidos; sino, a la par, de una forma distinta de percibir y, por ello, de comportarse y de pensar. La invención del fonógrafo despertó –a fines del XIX– la idea de trasladar todo lo que se leía al depósito sonoro. Algunos pronosticaban que las librerías serían desplazadas por fonotecas. «Las damas –concluía un editor francés– ya no dirán, al hablar de un autor de éxito: ‘¡Qué gran escritor!’, sino que temblando de emoción suspirarán: ‘¡Qué voz tan seductora y emocionante tiene este narrador!’» Cada técnica traza sus reglas, su universo. Solo la confusión explica que la gente diga que le gustó más el libro que la película o viceversa. Un libro solo puede ser mejor o peor que otro libro; y, análogamente, una obra cinematográfica.

Por consiguiente, el progreso de las cámaras, la digitalización, la animación o el cambio de las salas de proyección, determinan no solo un mecanismo distinto de registro y exhibición, sino un cine necesariamente nuevo. Tal vez dentro de poco podamos ponernos unos lentes, efectuar un fino parpadeo y reclinarnos sobre un asiento de bus o el césped de un parque para seguir una secuencia de imágenes.

Sin embargo, no hay que olvidar que el cine es un artificio y no un espectáculo en vivo o una ejecución artesanal, y que, por tanto, ninguna de estas revoluciones técnicas ha alterado su naturaleza. Se trata de un arte concebido en una época que, sin variar esencialmente, ha alargado sus extremos hasta nuestros días.


El aura de la obra de arte

Escribe Benjamin: “la reproducción técnica prueba ser más independiente respecto del original que la manual”. Primero, porque “con ayuda de ciertos procedimientos como la ampliación o la cámara lenta, pueden obtenerse imágenes que escapan por completo a la visión natural”. Segundo, porque “la reproducción puede llevar la copia a situaciones a las que nunca llegaría el original. En forma de fotografía o de disco, la obra puede salir al encuentro de su destinatario. La catedral deja su emplazamiento para ingresar en el estudio de un aficionado al arte; la obra coral ejecutada en una sala de conciertos o al aire libre se escucha en la sala de estar. Las nuevas condiciones a las que puede llevar el producto de la reproducción quizás dejen intacta la existencia misma de la obra de arte, pero en todo caso resultan en una devaluación del hic et nunc [aquí y ahora]”.

La digitalización no ha hecho sino acrecentar esta independencia respecto del original, subrayando aún más el artificio de lo cinematográfico. Tan disímil del espectáculo en vivo. Del teatro, por ejemplo, en el que persiste lo que el filósofo germano llama aura, es decir, la irrepetibilidad del objeto o el acontecimiento, con lo que entraña de emanación ritual y excepcionalidad de su presentación. Es obvio que una actuación teatral o el concierto de una orquesta no son idénticos en cada función.

“Al multiplicar las reproducciones, la técnica reemplaza el lugar de la existencia irrepetible por la repetición masiva. Y actualiza el objeto reproducido al permitirle a su reproducción salir al encuentro de cada destinatario en su respectiva situación”, añade Benjamin. En mi opinión, una observación relevante también para dilucidar el futuro de los libros en la era de las versiones digitalizadas, que multiplican la accesibilidad de los escritos. Bill Gates declaró que no moriría hasta haber acabado con el papel. ¿Podrá vivir tanto? ¿Envejecerá infinitamente?

La compresión de los chips vuelve onerosos los volúmenes. Cualquier mudanza se ve trastornada por la aparatosidad apabullante de una biblioteca. El solo peso de un ejemplar problematiza la velocidad de un desplazamiento personal. Hoy, una sola pantalla puede ser diario, revista o la obra completa de un autor. En la curvatura de la yema de los dedos, y pronto en el destello de los ojos, reside el poder de convertir mágicamente un diccionario en la poesía de Neruda, o la última novela de Vargas Llosa en un atlas de historia. Las mil y una noches descienden al orden de la vivencia cotidiana. No descuidemos que Georges Méliès era un ilusionista antes de ser cineasta y de lograr la misteriosa desaparición de los cuerpos en la pantalla.

Más allá de que el modo de escribir los libros –y de escribir simplemente– siga sin remisión la estela de las nuevas tecnologías, el encanto de esas viejas formas de dos tapas y un montón de páginas se asienta inseparable sobre el hecho físico de ser tercamente esa cosa y ninguna otra. Propiedad particular, experiencia personal, manchas y deterioro natural –como el de los humanos–, que dotan al libro de una fijación –fidelidad, se diría– contraria a la volubilidad de los monitores luminosos. Pieza condenada a su ser insustituible; por tanto, condición repentinamente maravillosa en una época en que ya todas las cosas –hasta las caras por obra de las cirugías– pueden ser en cualquier instante otras a causa de un deliberado o displicente click. La esperanza de los libros se amuralla en el aura de su irreductible materialidad –que justifica la actual tendencia editorial a cuidar y adornar, es decir, enaltecer la factura de cada ejemplar–, cuando ya otras defensas han sucumbido –el acto de pasar la página o el poder hacer subrayados y anotaciones al margen, que los e-books ahora permiten–. Si el teatro ha resistido al predominio planetario del cine, por qué el libro tendría que desaparecer ante el triunfo –tal vez transitorio– de las tabletas electrónicas.

Agrega Benjamin: “para las masas actuales, «acercar» espacial y humanamente las cosas hacia sí es un deseo tan apasionado como su tendencia a superar el carácter único de cada fenómeno por medio de su reproducción. Día a día se vuelve más imperiosa la necesidad de apropiarse de los objetos en la máxima cercanía, a través de la imagen, o más bien a través de su reflejo, la reproducción”. De manera que “quitarle su envoltura a cada objeto [por medio de la fotografía], triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que, incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible”.

En el centro de ese fenómeno, cabe preguntar qué se propone una sociedad que prefiere lo clonado a lo intransferible. Puede decirse que disponibilidad universal y automática; esto es, control, seguridad. De donde se infiere el recelo de lo único, que es a la vez lo efímero o lo inencontrable, lo que elude nuestra posesión. Actitud que en el fondo entraña el temor de todo aquello que tenga la singularidad de lo irreproducible, y que desde luego incluye a la vida misma. Un miedo unido hondamente a una cultura prometeica, cuyos ingenios se plantean –expresamente en Da Vinci y Francis Bacon– la superación de la naturaleza (el avión que remedia nuestra carencia de alas; el motor que aumenta nuestro poder de acarreo) y que, al tiempo que facilitan la rutina, extienden por todas partes el rechazo de la insatisfacción así como el deseo de someter, programar y rendir a nuestra voluntad la corriente de agua o de aire, las virtudes de las plantas o los animales, y del mismo modo la conducta de una población y el destino de un país (la pedagogía positivista del siglo XIX y las ideologías totalitarias del XX).

Aguda e inquietantemente, Benjamin afirma que la era de la reproducción técnica es, asimismo, la que unge tanto a la estrella de cine como al dictador de masas. (Incontenible evocar la estilizada y solemne filmografía de Leni Riefenstahl al servicio del régimen hitleriano. Walter Benjamin murió intentando atravesar la frontera franco-española, en su huida del nazismo debido a su condición de judío.)


La actuación teatral y la actuación de cine

Un rasgo de la obra cinematográfica que marca de forma decisiva su especificidad artificial, es la intervención de los protagonistas de las imágenes, a los que, por una extensión del ámbito teatral, nos hemos habituado a llamar actores. Denominación justa en muchos casos, pero imprecisa en otros tantos. Es evidente que la elección de los actores para una representación sobre las tablas, tiene requisitos que no coinciden con los de un rodaje, en los que importa más la imagen y la concatenación de imágenes antes que el desenvolvimiento personal. Así como Miguel Ángel declaró “ver al David en un pedazo de mármol”, Sergio Leone aseguró haber visto en el rostro de Clint Eastwood “un pedazo de mármol”, y estar buscando exactamente eso, un pedazo de mármol. Stanley Kubrick sugirió que preferiría trabajar con autómatas para evitar que los actores se apartaran de lo preconcebido.

“El trabajo artístico del actor de teatro –sostiene Benjamin– se termina de definir cuando se presenta en persona ante su público; en cambio, la labor artística del actor cinematográfico es presentada al público por medio de un aparato. Esto último tiene una doble consecuencia. La maquinaria que presenta ante el público el trabajo del actor cinematográfico no está en condiciones de respetar su labor como una totalidad. Guiada por el camarógrafo, la máquina va tomando posición con respecto a dicho trabajo. La secuencia de tomas que el montajista compone a partir del material que se le ha entregado, constituye la versión final del film. […] El trabajo del actor es sometido así a una serie de pruebas ópticas. […] La segunda consecuencia reside en que, al no presentar su trabajo en persona, el actor de cine pierde la posibilidad de ir adaptándose al público durante su actuación, posibilidad reservada al actor de teatro”.

En cierta manera, es en el cine donde es más posible que el actor sea absorbido o confundido con su personaje –a veces inclusive en lo personal: recuérdese a Bela Lugosi y su papel de Drácula, y a Anthony Perkins y el de Norman Bates–. Los ojos de Bette Davis, el cuerpo de Brigitte Bardot o la frágil sensualidad de James Dean, qué son sino sustracciones de una persona, resplandecientes pedazos convertidos en fetiches que no habrían tenido lugar entre actores de teatro, que se ven siempre de cuerpo entero y a cierta distancia sobre el escenario.

Darth Vader es un casco y una capa oscura, el cuerpo de David Prowse y la voz de James Earl Jones. O sea, un constructo, una composición vivificada por el ecran. Lo que recuerda que el cine tiene el poder de segmentar y recrear la figura humana, hasta el punto de objetualizarla. Dreyer en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) –detalla Benjamin– “tardó varios meses solo en encontrar los cuarenta actores que componen el jurado contra el hereje. La búsqueda se parecía más a la selección de objetos de utilería. Dreyer aplicó gran esfuerzo en evitar parecidos en edad, estatura, fisonomía, etc. […] si el actor se convierte en objeto de utilería, no es raro que el objeto desempeñe a su vez la función de actor. […] El cine es por lo tanto el primer medio artístico que está en situación de mostrar cómo la materia colabora con el hombre”. Años más tarde Hitchcock conferiría atributos actorales a unos zapatos en Extraños en el tren (Strangers on a train, 1951), a un reloj de pared en La llamda fatal (Dial M for Murder, 1954) y a una casa sobre un promontorio en Psicosis (Psycho, 1960).

Los zapatos de Strangers on a train
            

La cámara encuadra un rostro, unos ojos, unos labios o un par de manos que intrigan, seducen o intimidan. Resultado que funciona en una trama de imágenes, pero que desaparece en el afiche o el fotograma aislado (que, en todo caso, actúan como resonancia del personaje y de la historia). Según Benjamin, “es así como el público adopta la actitud de un examinador que no se ve perturbado por ningún contacto personal con el actor. El público solo se identifica con el actor por medio de un aparato. Es decir que adopta su actitud: la de testeo”.

La presencia del actor en la película, después de todo, es más obra del director que de él mismo. De ahí que “los observadores versados en la materia han reconocido hace mucho que en la interpretación actoral para el cine «se obtienen los mayores efectos cuando menos se ‘actúa’».” El trabajo del actor de cine “no forma una unidad, sino que se compone de la sumatoria de varias actuaciones aisladas”. En definitiva, la actuación de cine no es principal o solamente actuación, sino sobre todo edición, diseño de una mesa de montaje, creación de un artífice que corta y pega con unas tijeras o un cursor de computadora. (Que la importancia del montaje se diluya o reduzca en un film como El arca rusa –Russkiy kovcheg, 2002– de Aleksandr Sokurov, o en los planos largos y circulares de Theo Angelopoulos, no elimina la tecnicidad de la obra, es más, aumenta el rigor de su puesta en escena y su planificación.)

Lo que remite a otro problema contemporáneo que es la distinción entre la música derivada de la ejecución directa y simultánea de unos instrumentos, y la música de estudio, creada parcial o totalmente en las consolas y circuitos informáticos. Hay quienes, por ejemplo, prefieren el rock que estiman “auténtico” por ser producto del talento de unos instrumentistas, y no la ficción de un laboratorio. En congruencia con lo cual detestan la música disco, la electrónica y géneros similares. Pero, en verdad dónde termina la habilidad artesanal y empieza el papel de la máquina. ¿No hay ya en el micrófono o la grabación una cierta des-naturalización? ¿Se justifica, por razones de creatividad y mérito instrumental, desestimar lo que sale íntegramente del estudio e incluye distorsiones, adiciones y efectos? La discusión sería interminable, pero en mi modesta opinión, despreciar la música compuesta con botones, programas y teclados solo por culpa de su soporte tecnológico, sería no solo renunciar a la inexorable progresión de los medios de creación artística, sino que implicaría también despreciar el arte cinematográfico, que es precisamente y a diferencia del teatro, un arte de elaboración al margen de la ejecución directa y en vivo.

¿Cuánta manualidad hay en un disco apreciado unánimemente como el Pet Sounds (1966) de Beach Boys?, álbum que fue inspiración para la búsqueda de nuevos sonidos, texturas y ambientaciones en el memorable Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles (1967) que, por cierto y según declaraciones de Paul McCartney y el ingeniero Geoff Emerick, obedeció a la voluntad de “hacer música” y no más giras en que los miembros del grupo no podían oírse a causa del ruido del público. Dark Side of the Moon (1973) de Pink Floyd es, a no dudarlo, otra proeza atribuible a la imaginación de sus integrantes y a las condiciones de un estudio llevado a sus últimas posibilidades gracias a la colaboración de un técnico hábil como Alan Parsons. Después de todo, un cuarto con mezcladoras o un programa informático no es más que otro instrumento al servicio de la libertad del artista. (Dejo a un lado adrede dos cuestiones espinosas: la inocultable estandarización a que ha llevado la industrialización de la música popular y la influencia de la memoria de los teclados en la disminución de la capacidad creadora –especialmente melódica– de los músicos en las últimas décadas, asuntos que merecerían un abordaje aparte y especializado.)

“¡Eso nunca sucedió!”, protestaría un trompetista de New Orleans o un guitarrista de Texas ante una canción hecha con trozos del trabajo de músicos ausentes a la hora de grabar. Queja llena de un candor en el que incurriría por igual un actor de teatro que recriminara el trabajo de los “actores” de cine. La performance actoral sobre un estrado habría que adjudicarla a la persona del actor; la de una película resulta de una labor en equipo cuya mayor responsabilidad pertenece al director.

Para concluir este apartado, es deliciosa e irresistible la cita de Luigi Pirandello –de su novela Se rueda (Si gira, 1915)– que Benjamin incorpora en su discurso, pero que Jorge Monteleone explaya oportunamente en una apostilla: “los actores no odian la máquina solo por el envilecimiento estúpido y mudo al cual ella los condena; la odian sobre todo porque se ven lejanos, se sienten atrapados en la comunión directa con el público, del cual antes obtenían la mayor satisfacción: aquella de ver, de sentir desde el escenario de un teatro a una multitud, atenta y suspendida de su acción viva, conmoverse, estremecerse, reír, temblar, encenderse, estallar en aplausos. En el cine se sienten como en el exilio. En el exilio, no solo del escenario, sino también de sí mismos. Porque sus acciones, la acción viva de su cuerpo viviente, allí, sobre la pantalla cinematográfica, ya no está: es solo su imagen, capturada en un momento, en un gesto, en una expresión, que titil y desaparece. Advierten confusamente, con un sentido ansioso e indefinible de vacío, o más bien de vaciamiento, que su cuerpo ha sido sustraído, suprimido, privado de su realidad, de su aliento, de su voz, del rumor que produce al moverse, para ser transformado solo en una imagen muda, que tiembla por un instante sobre la pantalla y al punto desaparece en silencio, como una sombra inconsistente, el juego de la ilusión sobre un escuálido pedazo de tela”.

La suprema artificialidad

Sin embargo, el pico más alto de la artificialidad se sitúa en el esfuerzo cinematográfico por brindar al espectador la sensación de un mundo, si bien pasajero, dotado de autonomía y creíble en consecuencia. Empeño que encierra una complejidad física –por ello logística– que obviamente no existe en la levedad lingüística de la ficción escrita y que va desde los audaces, hoy enternecedores, trucos de Méliès hasta la industria de efectos especiales que emplea maquetas, luces, mecánica y animaciones digitalizadas; pero que comienza en el solo hecho de una cámara que decide grabar ya no solo la llegada de un tren o la salida de obreros de una fábrica; es decir, que no se limita a esperar y recoger la fluencia de la realidad, sino que emprende la generación de una propia realidad, paralela y premeditada.

El oscurecimiento de la sala de proyección no es tan solo un requisito práctico o escenográfico para posibilitar la primacía de un rectángulo iluminado. Al cubrir paredes y butacas, se apaga el mundo del que venimos para eliminar cualquier intrusión en la cadena de escenas que habremos de presenciar. Exhibición que persigue una cuidadosa consistencia interna, cuyo modelo es la misma realidad exterior y que empieza por invisibilizar la tecnología utilizada en el curso de una simulación que debe hacernos olvidar aun la existencia del ecran y de la luz que lo llena. Por una variable cantidad de minutos, nos comportamos como los prisioneros en el fondo de la caverna del célebre mito de Platón, y creemos con rotunda candidez y sin cuestionamientos –a riesgo de ser tomados como locos (seres “fuera de lugar”)– que lo que estamos viendo sobre la pared, inmovilizados en nuestros asientos, es la totalidad de lo existente y que, si escuchamos voces, ellas tienen que proceder por fuerza de las “sombras” que desfilan frente a nosotros.

El documental se relaciona con el film de ficción, del mismo modo que el libro de historia con la literatura. Tiene intención de verdad y declara una sujeción a los hechos en una exposición que aspira a la objetividad sin dejar de ser, al mismo tiempo, la enunciación de un punto de vista. Como hace décadas contaba Hayden White, el historiador se asemeja al novelista en cuanto que prepara su material, ordena los acontecimientos, concibe una perspectiva y un tono –dramático, trágico, épico– y acomete un relato que no es una reproducción de las cosas tal como estas nos son dadas (por decirlo kantianamente). En suma, elige una estrategia discursiva, se pliega a una técnica. Así también, el documentalista toma una serie de decisiones para obtener una determinada construcción. El simple hecho de ajustar el objetivo de la cámara comporta delimitar un aspecto de la realidad, recortarlo y seguirlo bajo unas circunstancias que respondan a esbozos previos. Con lo cual, no extraña que el documentalista adopte tramas y efectos narrativos propios de los trabajos de ficción. Como tampoco que el autor de ficción imite o parodie la impostura del documentalista (un caso recordado es el divertido Zelig –1983– de Woody Allen)

Zelig
En este punto de las disquisiciones es donde la agudeza de Walter Benjamin vuelve propicia: “por principio, el teatro conoce el sitio en el cual ubicarse para que funcione la ilusión. Dicho sitio no existe en el set de filmación. La naturaleza ilusoria del cine es una naturaleza de segundo grado; es el resultado del montaje. En otras palabras: en el estudio cinematográfico, el aparato ha penetrado tan profundamente en la realidad, que para revelarla en estado puro, para liberarla del cuerpo extraño que es el aparato, se requiere de un procedimiento particular por el cual se filman planos con distintos enfoques y se los combina con otras imágenes similares. La realidad libre de aparatos se transforma así en la máxima artificialidad”.

En ninguna toma debe colarse el andamio que sostiene la cabeza del monstruo, el trípode de una segunda cámara o la mano de un auxiliar y, más allá de errores involuntarios –las gafas distintas de Iris en un pasaje de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)– o consentidos –la inesperada mirada a la cámara del protagonista de Hacia rutas salvajes (Into the wild, 2007) de Sean Penn–, toda película secciona o rodea lo que filma intentando un grado de coherencia que sea persuasivo para el espectador y que forme una suerte de second life, como se diría en el lenguaje de los juegos virtuales.

El teatro debe su encanto, por el contrario, al hecho de subrayar su existencia como tal ante su público. En él es especialmente explícita la demarcación del escenario, y no sonroja el asomo de las cuerdas de las tramoyas ni el deslizamiento de los actores que entran o salen. Terminada la función, ellos comparecen para recibir el veredicto de la concurrencia. Hasta es posible acudir a saludarlos un rato después. En ningún momento, pues, dejamos de saber que se trata de una representación. El cine, en cambio, se consuma en un procedimiento cuya mayor aspiración es inhibir la sensación de simulacro. El sonido envolvente, la tecnología 3-D o la posible utilización de efectos añadidos en la sala de cine –humos, olores, sacudidas– simplemente participan de esa voluntad de suspender la relación consciente del espectador con lo que tiene ante sus sentidos.

Y para lograr ese “realismo total”, es que el cine –tanto la filmación como la proyección– apela a una considerable variedad de artificios. El espectador aguarda de la película una cierta integridad en la recreación de lo real o en la “reificación” de una ficción, y desea ser encantado y absorbido –se trate de una historia de aventuras, un drama sentimental o una obra estética y contemplativa–, razón por la cual es tan crítico con el resultado como puede ser indulgente con las imperfecciones de la escenificación teatral. El cine es, después de todo, la técnica del camuflaje perfecto. La sofisticada máquina que codicia la pureza de lo natural; el verdadero androide que sueña con ovejas nada eléctricas.

La mirada dirigida

Es significativo que la irrupción de la fotografía suscitara un conflicto vocacional entre los pintores. Asombrados o aterrados ante la insuperable capacidad reproductiva de la cámara, fueron alejándose de la pretensión de captura de lo real que había inspirado conscientemente al propio Da Vinci, uno de los fundadores de la modernidad –y de su obsesión con la conquista de un poder sobre la naturaleza–, para en adelante internarse en una exploración de la propia mirada y una fragmentación e indagación de los objetos. Miró, Matisse, Rothko y la entera carrera de Picasso son estudios de las formas, la luz, la línea, el color; en suma, del acto de pintar; y tienen entre sus intrincadas raíces los empeños de descomposición de las cosas de un Cezanne, o el anhelo de pintar no un cuarto sino la propia sensibilidad del cuarto en un Van Gogh, cuyas Cartas a Theo recomiendo con fervor.

Llegado un tiempo, el artista entendió que la fotografía –y el cine como sucesión de negativos– no era necesariamente –como tampoco lo había sido nunca la pintura– un espejo, una copia fidelísima de los hechos, sino la visión de una conciencia opaca que resuelve deliberadamente adónde mirar, cómo mirar, cuándo mirar, y que se atreve a reordenar trozos de varias miradas para componer su propia materia. Escribe Jacques Aumont (El ojo interminable. Cine y pintura, Paidós, 1997): “el montaje, el cambio de plano, el cambio brusco en general en el cine, ha sido una de las mayores violencias cometidas nunca contra la percepción «natural». Nada en nuestro entorno modifica nunca todas sus características tan total y tan brutalmente como la imagen fílmica, y nada en los espectáculos preexistentes al cine los había preparado para semejante brutalidad. Se comprende que haya provocado gritos”.

En el teatro, pueden distraernos los movimientos tras el cortinaje, el ruido del estrado, el público a nuestro lado. En el cinema, el objetivo es sobrecogernos al punto de no dejarnos observar ni pensar en otra cosa que no sea la misma corriente de imágenes –indetenible como el río de Heráclito–. Es más, la secreta ilusión de una película es usurpar nuestra conciencia, provocando en cada uno de nosotros una dimisión de nuestra propia intencionalidad perceptiva para dejarnos conducir y plasmar, con ello, una perfecta subjetivización de la pantalla. El cine es la mirada dirigida. Dirigida por el encuadre de la cámara, y antes aún por el director y su equipo.

Delante de un libro, el lector conjuga en su mente los conceptos e imaginaciones que le suscitan las páginas, ejerce una soberanía sobre su lectura; el éxito de un film, por el contrario, reside en conseguir que esa operación receptiva sea en buena cuenta comandada desde fuera del sujeto. La experiencia cinematográfica es invasiva, por lo que es más natural preguntarle al lector que al espectador por la crítica de lo que acaba de experimentar. La crítica de cine implica, en consecuencia, un mayor empeño de autoconciencia y siempre da la impresión de ser a la vez una inspección, muchas veces fascinante, de la interioridad del espíritu.

De cualquier forma, ese gobierno ajeno de la propia mirada nos arrastra en una alternancia de acercamientos y alejamientos, exteriores e interiores y escenas imposibles (como los pensamientos o los sueños de un personaje); planos que, en rigor, no se corresponden con la cadencia del mirar espontáneo. En la sucesión de las tomas debemos observar las cosas que se nos presentan, de la misma manera que fuera de la sala miraríamos alrededor enfocando la parte o el todo según el ánimo, el deseo o la necesidad; con la salvedad de que el mecanismo cinematográfico confecciona el entorno para que veamos exclusivamente lo que el director prevé según la conveniencia de su obra.

Ante una pintura, nos desplazamos o detenemos como ante una pieza inmóvil que se deja, de alguna manera, segmentar o apreciar de conjunto a voluntad. El cine es, más bien, una incesante movilidad que desea abolir nuestro arbitrio e imponernos, gracias a su hechizo, la organización de nuestra atención. Escribe Benjamin: “compárese la pantalla en la que se proyecta el film con la tela del cuadro. Este último invita al observador a la contemplación; frente al cuadro, puede entregarse al curso de sus asociaciones. No es el caso del plano cinematográfico. Apenas lo enfoca con la mirada, ya es otro. No puede ser fijado. Duhamel, quien odia el cine y no ha comprendido nada de su importancia, y sí en cambio algunas cuestiones relativas a su estructura, anota: «Ya no puedo pensar lo que quiero pensar. Las imágenes en movimiento han ocupado el lugar de mis pensamientos».” Aumont lo diría después en estos términos: “el filme hace pasar de un término al otro de manera obligatoria, unidireccional; no se puede ni escapar a la seriación, ni volver atrás”.

De otro lado, el tratamiento esmerado de lo percibido –visual o acústico– con que el cine busca su “naturalidad” recuerda, para Benjamin, el ejercicio metódico de la mirada científica. “En contraste con el escenario, la actuación representada en el cine se deja aislar mejor, lo que favorece el análisis. Esa característica, y esto es de capital importancia, favorece la mutua compenetración del arte y de la ciencia. En efecto, resulta difícil definir por qué resulta más cautivante una determinada conducta, seccionada limpiamente como un músculo en el marco de una situación dada: si por su valor artístico o por su interés científico. De ahora en más, una de las funciones revolucionarias del cine consistirá en que permite ver que el uso artístico de la fotografía y su uso científico, hasta ahora divergentes, en realidad son idénticos”.

Siegfried Kracauer, con quien Benjamin coincidió unos años en Frankfurt, sostiene que “la cinematografía es en esencia una extensión de la fotografía, y por ende comparte con este medio una marcada afinidad por el mundo visible que nos rodea”. De hecho, “los filmes hacen valer sus propios méritos cuando registran y revelan la realidad física. Esta realidad incluye muchos fenómenos que difícilmente podrían percibirse si no fuese por la capacidad de la cámara para captarlos al vuelo. Y como todo medio de expresión es parcial y tendencioso con respecto a aquellas cosas de las que está singularmente dotado para transmitir, es lógico que el cine esté animado por el deseo de retratar la vida material más transitoria, la vida en lo que tiene de más efímero. Las muchedumbres callejeras, los gestos involuntarios y otras fugaces impresiones componen su sustancia. No deja de ser significativo que los contemporáneos de Lumière alabaran sus películas (las primeras que se hicieron) por mostrar «el murmullo de las hojas agitadas por el viento»” (Teoría del cine. La redención de la realidad física, Paidós, 1996.)

El cuadro fílmico proporciona panoramas y paisajes –como los espléndidos planos generales de John Ford–, pero también desciende y sugiere el símbolo de un objeto –la flor del cactus en Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962)–, o se aposenta sobre el ardor de la arena –Lawrence de Arabia (David Lean, 1962)–, o abre de par en par la mente de un hombre atormentado (Recuerda –Spellbound– de Hitchcock, 1945), o agranda y lentifica las gotas que caen de una espada que gira (Hero de Zhang Yimou, 2002). De estas y otras maneras, el cine –educado en nuestra sensación del mundo y del propio ser– actúa inversamente sobre nosotros reeducando nuestra relación con todo aquello que surge apenas se prenden de nuevo los focos de la sala.

La flor del cactus en Un tiro en la noche

Dice bellamente Walter Benjamin: “nuestros bares y nuestras calles, nuestras oficinas y nuestros cuartos de alquiler, nuestras estaciones de tren y nuestras fábricas nos hacían sentir encerrados y sin esperanzas. Hasta que llegó el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo, hizo estallar esa cárcel que era el mundo; ahora, serenos, emprendemos entre los escombros viajes llenos de aventuras. Por medio del primer plano se expande el espacio; por medio de la cámara lenta, el movimiento”. Y añade: “por más que tengamos una remota conciencia de nuestro gesto al alargar la mano para tomar un encendedor o una cuchara, apenas sabemos qué ocurre entre la mano y el metal, ni mucho menos cómo inciden nuestros estados de ánimo. Aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus picados y contrapicados, sus interrupciones y recortes, su expansión y contracción narrativa, sus ampliaciones y reducciones. La cámara nos permite descubrir el inconsciente óptico, del mismo modo en que el psicoanálisis nos hizo descubrir el inconsciente pulsional”.

Así como, en tiempos remotos, aprendíamos a hablar y a tener conciencia de lo vivido escuchando los cuentos de los mayores, en la era de la reproducción técnica los mortales aprendemos con películas a caminar, reír, enfadarnos, besar, beber e insultar. No solo nos damos cuenta de cómo cambia cada parte de nuestro cuerpo durante un gesto o una acción, sino que igualmente la impostación fílmica –que, por lo demás, busca un efecto determinado antes que una fidelidad cognitiva–, termina convirtiéndose en el parámetro de nuestros ademanes y conductas. Se sabe que los asesinatos de la mafia italiana agravaron su atrocidad a causa del aumento del número de disparos necesario al enristrar la pistola en posición contraria a la natural –con la cacha hacia arriba–, propia de las ejecuciones de personajes como los de Pulp Fiction (Tarantino, 1994), por ejemplo.

(Para quienes seguimos el fútbol, es curioso ver al jugador Cristiano Ronaldo –cuya preocupación por la imagen personal es bastante conocida– preparar la ejecución de los tiros libres concentrado y ceremonial en una postura que hace pensar que estamos ante alguno de los duelos de los westerns de Leone. Al margen de lo anecdótico, sería interesante una investigación que trate del modo cómo la multiplicidad de planos del cine ha influido en la transmisión televisiva de los deportes en general.)


El cine en una selva de señales

Leyendo novelas de caballería, Alonso Quijano creyó ser uno de los personajes de sus autores y salió al mundo a “enderezar entuertos y deshacer agravios”, viendo un ágil corcel donde solo había un famélico jumento; un diestro escudero donde solo había un hombre franco, gordo y perezoso; una hermosa y fina dama donde solo había una aldeana robusta, de hablar tosco y –al decir de Sancho– aliento de ajo; y gigantes adversarios donde solo habían quejumbrosos molinos de viento. Todo lo cual fue una secuela de su lectura absorta y solitaria, y de la confusión de la fantasía justiciera del papel con la inhóspita realidad humana. Siglos después, en medio de una burguesía europea y norteamericana que gozaba del aumento de las horas desocupadas que deja el empleo regulado, una gran cantidad de consumidores esperaron ávidos la oferta de un entretenimiento tan cautivante como el que disfrutó el personaje de Cervantes antes de perder la cabeza. Las aglomeraciones urbanas y la extensión de los medios técnicos concurrían a favorecer una competencia creciente de los programas del circo, la feria y el espectáculo en general.

En ese contexto, largamente apelmazado por la revolución social derivada de la industrial, los hermanos Lumière introdujeron su maravilloso invento. Walter Benjamin incorpora una sugerente variable en el diagnóstico: “frente al recogimiento, que en su variante degenerada por la burguesía se transformó en un ejercicio de la conducta asocial, la distracción aparece como una modalidad del comportamiento sociable. En efecto, las manifestaciones dadaístas ponían a la obra de arte en el centro del escándalo, lo que garantizaba una distracción bastante vehemente. La obra tenía que satisfacer sobre todo una exigencia: causar la indignación pública. Con los dadaístas, la obra dejó de ser una imagen tentadora o una formación sonora persuasiva para transformarse en un proyectil. La obra embestía al espectador. Ganaba una dimensión táctil. Así, propició la demanda del cine cuyo elemento distractivo es en primer lugar de tipo táctil, es decir basado en los cambios de planos y del lugar de la acción, que impactan en el espectador como golpes”.

En una vida como la nuestra, asediada por la múltiple artillería sensitiva de la calle, los centros comerciales y las pantallas grandes y pequeñas, la necesidad de recibir fuertes impresiones se mantiene, pero la intensidad de las señales sube sin cesar para prevalecer sobre el difuso bullicio de la atmosfera urbana. Ya desde los años noventa en el Perú los locutores de radio no presentan más las canciones, las vociferan y las interrumpen cuantas veces sea preciso para recordarnos en qué dial estamos (si bien en ello convergen otros factores de índole social).

Una tarde, hace un año en un multicine de provincias, pedí una entrada para ver el último título de Alexander Payne (Los descendientes –The Descendants, 2011–): “–Lo siento, esta película no está teniendo buena acogida y hacen falta al menos cinco espectadores para que haya función. Si gusta, espera y le avisamos”. La chica era guapa, la espera valía la pena. Así, al lado de la ventanilla advertí las preguntas de los espectadores que llegaban: “–¿Qué hay en 3-D? ¿Cuál es la de terror? ¿Cuál la de más efectos especiales?” Un día, me dije, la gente se acercará a preguntar: “¿y cuál es la sala de sillas giratorias?” o “¿en cuál arrojan burbujas durante la proyección?” Los relatos del Marqués de Sade enseñan que el humano puede desear sufrir dolor o causarlo con la finalidad de recobrar su aptitud para “sentir”, embotado como puede estar a causa de un exceso de placeres que, al saturar sus sentidos, termina por adormecerlos. No ver el film de Payne me turbó menos que recordar esta posibilidad de la naturaleza humana sumergida en la hiperestimulación del cosmos tecnologizado en que vivimos.

Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y filósofo

The Master postergado

Se posterga el estreno de "The Master". Ahora se anuncia para el 21 de febrero.
La distribuidora BF anuncia, para el 14 de febrero, el estreno de "No", de Pablo Larrain.

viernes, 18 de enero de 2013

Kubrick en pantalla grande y digital

Atención: próximos reestrenos de UVK. Tres películas de Stanley Kubrick: "Naranja mecanica", "Nacido para matar" ("Full Metal Jacket") y "El resplandor".

martes, 15 de enero de 2013

Nagisa Oshima (1932-2013)

Muere Nagisa Oshima, director de "Shonen", "Furyo", "El imperio de los sentidos", entre otras. Nombre central en la renovacion del cine japones de los años sesenta.

domingo, 13 de enero de 2013

Jack Reacher

                                                       


En una de las secuencias culminantes de “Jack Reacher”, el personaje de Tom Cruise, a punto de dar la batalla final contra sus antagonistas, recibe de Robert Duvall la que será el arma decisiva: un cuchillo de combate. Cruise lo mira desconcertado.


La secuencia recuerda a James Bond recibiendo en “Operación Skyfall” una pistola sin mayores atributos como gadget mayor.

Los héroes que pierden en glamur sin dejar de ser combativos se ponen en primer plano. “Jack Reacher” tiene a Tom Cruise como un ejecutor implacable y un vengador feroz, pero nos recuerda a cada momento que no estamos en “Misión imposible”. Tom apela al combate cuerpo a cuerpo y a su buena puntería. Son destrezas de las que advierte a sus enemigos. Hay una punta irónica en esos mensajes. Cuando Cruise se enfrenta a una pandilla de cinco malandrines, mucho más grandes que él, la advertencia es reiterada. Como si las dijera luego de un guiño cínico: “no se dejen engañar por mi estatura”

También apela a una extraña paciencia y una suerte providencial. En una secuencia burlesca que parece sacada de un filme de Takeshi Kitano, dos torpes villanos se anulan y destrozan. Reacher solo les da el golpe final.

Los atributos de esta película no son los de la alta tecnología ni los del despliegue espectacular. Son los más modestos de la serie B. El acertijo argumental se resume en adivinar quién es el traidor que está al servicio de un complot que arranca con un francotirador poniendo en mira a sus víctimas en pleno paisaje urbano. Buen y prometedor comienzo.

Desde entonces, la película da volteretas, para bien y para menos bien. Siempre en clave de thriller. Y siempre siguiendo la trayectoria del lobo solitario Reacher, sin domicilio conocido y dueño de sus emociones. Lo que le permite rechazar las insinuaciones eróticas de la abogada, Rosamund Pike que, estando muy en caja, casi sobreactúa si la comparamos con la impasibilidad de Cruise.

Como impone el canon, en paralelo con la pesquisa se apuntan la trayectoria de los maleantes, la sordidez del medio y la atmósfera negra. Un crimen y un secuestro conducen a la venganza apocalíptica y a las dos secuencias de acción centrales, que están filmadas con tensa y escueta precisión: la persecución automovilística y el asedio final, con Robert Duvall asesorando al héroe y cubriendo sus espaldas.

Otro cineasta de los “Nuevos Cines” europeos se convierte en malvado en un filme de Hollywood. Antes fueron Polanski y Skolimowski. Ahora, Werner Herzog. El alemán –aquí hace de ruso- es un antagonista tranquilo, casi impasible. Solo una prótesis ocular y la barba crecida de unos días le sirven como elementos de caracterización. También la dicción. En los documentales que ha dirigido en los últimos años, su voz hueca y la particular entonación de su inglés recalcan el aire de trémula incertidumbre del narrador. Aquí, en cambio, son los recursos que le permiten expresar la extrañeza o la alteridad de ser un verdadero villano.

Ricardo Bedoya

Jon Finch

Frenesí
                                      

El 28 de diciembre pasado murió Jon Finch (1941-2012), el que fuera Macbeth, para Polanski, y el falso culpable de asesinar mujeres con una corbata en "Frenesí", de Hitchcock.

viernes, 11 de enero de 2013

100 títulos esperados

100 películas esperadas este año para Ioncinema. La lista se va conformando.

miércoles, 9 de enero de 2013

Encuesta completa de Sight and Sound

Sight and sound publica el total de su encuesta sobre las mejores del 2012. Interesante porque muchos votos tienenmotivación.Aquí está.

Lo imposible

Nota: Se revelan algunos datos importantes del argumento. 

                                         


“Lo imposible” empieza como película de catástrofe y remata como melodrama familiar.


En los dos registros, José Antonio Bayona se muestra como hábil narrador, dotado para el cine de géneros.

Al inicio de “Lo imposible”, en la escena del avión y en la llegada al hotel siembra los recursos de identificación que serán conmovidos por la ola: la rebeldía de Lucas, el hijo mayor que rechaza a María, la madre; la relación de la mujer con los dos niños menores; la situación laboral del padre; los vetos maternos (no bebas Coca Cola, mejor bebe agua, le dice al hijo, en apunte irónico); la normalidad familiar. Al ocurrir el desastre, las sensaciones de sorpresa, precariedad y pérdida, tienen una fuerza y contundencia inapelables.

Por cierto, el desastre está muy bien filmado, en encuadres cercanos, ubicándonos en la perspectiva del personaje de la madre, sin recurrir a la espectacularidad de los planos amplios y abiertos de “Más allá de la vida“, de Clint Eastwood.

Desde entonces, a Bayona le interesa más seguir la travesía de supervivencia de Naomi Watts y del hijo mayor que la búsqueda de Ewan McGregor y los pequeños. Y es que en la relación entre la madre y el hijo se concentra el melodrama. No solo se multiplican los incidentes que dan cuenta del dolor físico, sino de la tensión emotiva entre ellos. Lucas se acerca a María. Los distantes se vuelven próximos.

Para mostrar ese acercamiento, Bayona saca a relucir dos armas de diverso calibre.

Una, certera: la dirección de actores justa y precisa. Tanto Naomi Watts como el joven Tom Holland dan la medida exacta de desaliento seguida de resistencia.

La otra, el arma más dudosa y efectista del género: el énfasis sentimental. Hay que ver, por ejemplo, el momento en que el niño que encuentran y salvan, acaricia, de pronto, a Naomi Watts, y la música redobla el gesto.


           
Los segmentos de la búsqueda del padre son más mecánicos y previsibles. Notificados del buen estado de salud de esa parte de la familia, el guión parece dirigido por la lógica dramática de un reality show. Es cuestión de contar los minutos para que ocurra la apoteosis del abrazo final.

Bayona es un atento discípulo de Steven Spielberg.

En una de las primeras secuencias de la película –que son las mejores- simula un encuadre subjetivo de la potencia natural que está a punto de desatar una catástrofe en la costa tailandesa.

Vemos el horizonte de la costa desde alta mar. El tsunami acecha y tiene un punto de vista. Es como un monstruo enorme que amenaza. Como el que ataca el pueblito costero de Amity en “Tiburón”.

En otro momento de la película, ocurrido ya el desastre, madre e hijo sobrevivientes encuentran a un niño maltrecho, Daniel. Lo rescatan y salvan de la muerte, pero luego lo pierden. Algunas secuencias después, el hijo tiene un reencuentro con el niño. Lo ve, a lo lejos. Ese momento le da un giro emocional a la acción, impulsa al personaje y prefigura la situación culminante de la película. Como en “La lista de Schindler” y la niña del abrigo rojo, pero en clave vitalista y eufórica.

Otro paralelo. La cerrazón inicial del hijo mayor y su posterior apertura hacia la madre y los otros recuerdan la trayectoria de Christian Bale aprendiendo de las duras experiencias de la guerra en “El imperio del sol”.

Ricardo Bedoya

Nuevas encuestas

Aparecen las encuestas de mejores del 2012 de la revista española Miradas de cine y Senses of cinema

Lástima que en la encuesta de "Senses of cinema" no aparezca la lista del español Miguel Marías que solía ser la más atractiva, amplia y sugerente.   

Homenaje a Roger

Jean-Henri Roger es recordado por sus colegas. Aquí.

lunes, 7 de enero de 2013

Preferidas del 2012: José Carlos Cabrejo

                                            


Cartelera comercial (sin orden de preferencia):


Deseos culpables (McQueen)

Una separación (Farhadi)

Drive (Winding Refn)

Un papa en apuros (Moretti)

La piel que habito (Almodóvar)

Argo (Affleck)

Tournée (Amalric)

El artista (Hazanavicius)

El árbol de la vida (Malick)

La cabaña del terror (Goddard)

Siniestro (Derrickson)

Frankenweenie (Burton)

Un método peligroso (Cronenberg)



Cine peruano

Una película peruana a destacar: A pesar de sus excesos y sus disparates, y quizá en parte también por ellos, “El epitafio no me importa” de Alberto Angulo Chumacero. Con todas sus irregularidades y desvaríos, esta película me resulta más atractiva que otros títulos peruanos (como “Casadentro” o “El ordenador”) que no trascienden la simple aplicación (con mayor o menor rigor) de las “fórmulas” del cine de autor contemporáneo (llámense tiempos muertos, actuaciones desdramatizadas, etc.). A estas alturas, muchas películas “de autor” resultan tan previsibles en sus planteamientos expresivos como cualquier tanque hollywoodense.


Dos directores prometedores para el cine peruano: Joel Calero por “Cielo oscuro” y Rafael Arévalo por AM/FM.


Una decepción para el cine nacional: en esencia, Fabrizio Aguilar no es un mal director, pero la insoportable y edulcorada sensiblería de “Lima 13” lo convierte en el Gianmarco Zignago del cine peruano.

Tres


Películas vistas en circuito cultural (sin orden de preferencia)

Tres (Stoll)

Las hierbas flotantes (Resnais)

Post tenebras lux (Reygadas)

Los últimos cangaiceros (Oliveira)

Le Havre (Aki Kaurismaki)

Singularidades de una chica rubia (De Oliveira)

El estudiante (Mitre)

Los últimos cristeros (Meyer)

Las tres coronas del marinero (Ruiz)

Papirosen (Solnicki)

Un hombre que grita (Haroun)


José Carlos Cabrejo

sábado, 5 de enero de 2013

Corrigiendo a Box Office Mojo

Eduardo Gutièrrez Salcedo envía este comentario que enmienda la plana a los errores de Box Office Mojo. 

"Acabo de twittear, fragmentando párrafos, a la cuenta de Box Office Mojo la siguiente nota:


En reciente publicación de resultados de la taquilla peruana, Box Office Mojo consigna 201 largometrajes, 10 de los cuales no califican como estrenos. Además de ello, omite películas lanzadas en multicines, repite una misma cinta en dos lugares distintos del ránking y confunde el título de un estreno con otro que no fue exhibido comercialmente en 2012.

La cartelera comercial peruana cerró con 196 películas, estrenadas entre el 5 de enero y el 27 de diciembre. Del ránking publicado por Box Office Mojo, sólo 191 fueron estrenos. 5 fueron re-estrenos: Star Wars Episodio I 3D (Feb.9), Titanic 3D (Abr.12), La bella y la bestia 3D (May.17), Buscando a Nemo 3D (Oct.25) y El Padrino HD (Nov.29).

In Darkness (Ene.5), Almanya-Wilkommen in Deutschland (Ene.6), Le Havre (Ene.6), Code Blue (Ene.13) y Sex and Zen 3D (Set.20) no fueron lanzados en Cineplanet, Cinemark, UVK o Cinestar, que son las marcas que congregan mayor número de salas. Entonces, sumamos 5 re-estrenos y 5 no-estrenos y son 10. Restamos: 201 – 10 = 191.

Casi olvido un detalle. La película “Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe” figura repetida, con cifras distintas, en los puestos 142 ($86,663) y 152 ($67,673); por tanto, restamos 1 a 191 y tenemos 190.

Dije que la cartelera cerró con 196 estrenos. Pues bien, a los 190 que restan del ránking de Box Office Mojo, sumamos 6 títulos omitidos: “Enredos de amor” (Baby on Board, Feb.9), “Masacre sangrienta” (Chrome Skull:Laid to Rest 2, Feb.25), “El gran robo” (Solo quiero caminar, Mar.1), “Ana de los Ángeles” (Dic.6), “El sueño de Lu” (Dic.13) y “Perro muerto” (Dic.27).

Un último apunte, la película que ocupa la posición 163 se llama “La maldición ajena” (Agnosia es su título original) y no “El mal ajeno” como consigna erróneamente Box Office Mojo. Intuyo que la confusión se produjo porque ambas son protagonizadas por el español Eduardo Noriega.

Un abrazo,

E.G."

Las más taquilleras del 2012

                              

Box Office Mojo publica los resultados de las taquillas mundiales en el año pasado.

Aquí tienen los resultados de la taquilla peruana de 2012, estimados hasta el 30 de diciembre de ese año.

Box Office Mojo consigna 201 estrenos. No lo pongo en cuestión, pero la inclusión de algunos títulos como estrenos en el Perú me parece dudosa, por lo menos. En fin...

Reproducimos los títulos de las 25 películas más taquilleras, con indicación de la suma recaudada en dólares hasta el domingo 30 de diciembre de 2012.

1 Ice Age 4: Continental Drift     $9,834,504   

2 The Avengers    $8,523,744 

3 The Twilight Saga: Breaking Dawn Part 2    $5,115,614 

4 Madagascar 3: Europe's Most Wanted   $4,890,310 

5 The Dark Knight Rises    $4,144,042 

6 The Amazing Spider-Man    $4,047,732 


                                       

7 Brave    $3,085,187 

8 Wrath of the Titans   $3,015,519 

9 Hotel Transylvania  $2,731,658 

10 Journey 2: The Mysterious Island   $2,668,180 

11 MIB 3     $2,382,122 

12 Resident Evil: Retribution    $2,320,137 

13 The Hobbit: An Unexpected Journey   $2,214,935 12/13

14 Taken 2 Fox $2,150,400 10/11


                                   


15 The Expendables 2    $2,036,020 

16 Rise of the Guardians    $1,906,667 

17 Ted     $1,851,283 

18 In Darkness  $1,800,967 

19 Snow White and the Huntsman   $1,652,031 

20 Paranormal Activity 4   $1,498,037 

21 Jack and Jill   $1,395,698 

22 John Carter   $1,395,122 

23 Skyfall    $1,278,704 

24 Battleship   $1,252,260 5/10

25 American Reunion   $1,243,867 

Las películas peruanas aparecen en los puestos 41, Los ilusionautas, con $740,256 recaudados; 49, Rodencia y el Diente de la Princesa con $565,938; 132, Cielo Oscuro con $99,720; 133,  Lima 13 con  $99,010; 138,  El Buen Pedro con $91,146; 155,  Coliseo Los Campeones, con $62,383; 190,  Casadentro con $11,955; 194,
Quiero Saber, con $9,086

Cine asiático en 2012

Gangs of Wasseypur
                           

Éxitos y fracasos del cine asiático en 2012, según Wildgrounds.

viernes, 4 de enero de 2013

Las 50 películas "indie" más esperadas de 2013

Stoker
                                    

Indiewire reseña aquí las 50 películas de producción independiente más esperadas del año 2013. Entre ellas se cuentan "Before Midnight", de Richard Linklater; "12 Years a Slave", de Steve McQueen; "The Bling Ring", de Sofia Coppola; "Map to the Stars", de David Cronenberg, "Nymphomaniac", de Lars Von Trier; "Only God Forgives", de Nicolas Winding Refn; "The Place Beyond the Pines", de Derek Cianfrance; "Stoker", de Park Chan-wook, entre otras.

Preferidas del 2012: César Guerra Linares

Diez películas estrenadas comercialmente (sin orden de preferencia)

Habemus Papam

Un papa en apuros (Habemus Papam), de Nanni Moretti

Un método peligroso, de David Cronenberg

El árbol de la vida, de Terrence Malick

La piel que habito, de Pedro Almodóvar

Un reino bajo la luna, de Wes Anderson

Deseos culpables (Shame), de Steve McQueen

Toda una vida, de Mike Leigh

Una separación, de Asghar Farhadi

Tournée, de Mathieu Amalric

Secretos, de Valeria Sarmiento



Diez películas vistas en el circuito alternativo y cultural (festivales, cineclubes, dvd, sin orden de preferencia):


Hors Satan, de Bruno Dumont

Keyhole, de Guy Maddin

Tabú, de Miguel Gomes



Pater, de Alain Cavalier

L’Apollonide, de Bertrand Bonello

Tierra de los padres, de Nicolás Prividera

Buenas noches, España, de Raya Martin

This Is not a Film, de Jafar Panahi

Bestiario, de Denis Côté

Aita, de José María de Orbe


César Guerra Linares

jueves, 3 de enero de 2013

Conversando con Trapero

                                     
Este sábado, a las 9 de la noche, en "El placer de los ojos", por TVPerú, una conversación con Pablo Trapero, a propósito de su película "Elefante blanco", que está en cartelera.

Ricardo Bedoya

Encuesta de DVD Beaver


Los mejores DVD y Blu-rays del año pasado en la encuesta de DVD Beaver. La tienen aquí.

Muere Jean-Henri Roger

Ha muerto Jean-Henri Roger (1949-2012), profesor y cineasta, militante político y actor ocasional, ligado a Godard en los años radicales. Interesante la reseña que le dedica David Hudson aquí.

Las travesías de Pi y de Bilbo

Curiosas y contradictorias sensaciones de impaciencia y excitación provocadas por las travesías de Pi, en “Una aventura extraordinaria”, y de Bilbo, en “El Hobbit: Un viaje inesperado”.





En “El Hobbit”, impaciencia ante la monumentalidad kitsch del imperio élfico y su palabrería trascendental. Irritación ante la bobería de la silueta de Galadriel y sus fondos rosa y los diálogos sentenciosos de todo el episodio, por más admiración que se profese por Cate Blanchett y por Christopher Lee. Desconcierto ante la curiosa capacidad de Peter Jackson para dilatar un par de situaciones mínimas y hacer que duren lo indecible, como ocurre con la invasión de los enanos a la casa de Bilbo, que empieza teniendo la gracia de un musical pero que, luego de quince minutos, maldita la gracia que tiene.

Excitación y entusiasmo, en cambio, ante el relato de la caída de Erebor y su épica exalttada y trágica; ante los paisajes cenizos y los bosques tortuosos recorridos por el séquito de hobbits en la segunda parte de la película; ante el fragor de las batallas con los orcos y ante los riesgos sucesivos que afrontan y sortean los personajes; ante los arbitrarios, pero bienvenidos, cambios de tono del relato, que nos transporta en un tris de la tensión de la aventura al escalofrío de lo fantástico, con la intervención seres grotescos y monstruosos.

Jackson sabe que tiene entre manos una historia con escasos incidentes que ventilar y se dedica a recrear situaciones que remiten a las de viejos filmes de aventuras exóticas. Durante toda la proyección recordé las imágenes vistas varias veces, a los ocho o nueve años, en el cine Bijou, del Jirón de la Unión, de películas como “Los titanes de la Mongolia (“Ilia Muromets”, que era una suerte de Alexander Nevski en clave de fantasía folclórica), entre otras soviéticas de Ptuschko y demás realizadores de imaginería medieval y colores verdosos y cenizos. Filmes soviéticos que seguramente ignora Jackson –o tal vez no- pero que unían (al menos en mi memoria) similares escenografías hechizadas, imaginería folk, irracionalismo guerrero, nostalgia por lo primitivo, bosques poblados por seres malvados, magos y genios bienhechores, ciudades mágicas por rescatar, seres inmensos y amenazantes, montañas de piedra adquiriendo movimiento, humanoides repugnantes. Y todo zurcido con esa mecánica narrativa basada en una acción que arrastra a personajes que son, en esencia, seres pasivos. Como los trece enanos. Y como Bilbo, que posee un “heroísmo” de ocasión digno de alguna novela satírica. O como Gandalf y sus “luminosas” y providenciales apariciones.

Porque aquí el único ser con entidad propia es el creado por la técnica de captura de movimientos: el formidable Gollum. Es un ser que duda, odia, desea, codicia, llora. Su aparición es, de lejos, lo más perturbador de la película. Es el aguafiestas que pone en cuestión, aunque sea por un momento, esa apoteosis del irracionalismo mágico y guerrero que sella el abrazo entre Bilbo y el líder frente a la Montaña Prometida.



Las mismas sensaciones contradictorias con “Una aventura extraordinaria”.

Impaciencia con las fosforescencias nocturnas, trascendentales, cosméticas, de vidriera. Con la estética de postal panteísta que alecciona con el discurso de Pi y su ejemplar resistencia y su lección de vida. Empalago con las piruetas fotográficas del anochecer tóxico, altamente digital y aparentemente lisérgico del buen Pi en la isla flotante. Desconcierto ante las capacidades camaleónicas y transnacionales de Ang Lee –similares a las de Pi profesando varios credos religiosos a la vez- para filmar como perfecto cineasta norteamericano (“La tormenta de hielo”), británico (“Sensatez y sentimientos”), chino (“El tigre y el dragón”) o indio, o mejor indio afrancesado. Exasperación ante la cháchara teológica de Pi y sus brazos en alto clamando hacia el sordo cielo mientras sobrevive en alta mar: el sermón es tan insistente que llegamos a desear que algún cardenal autoritario le suspenda la licencia.

Admiración, en cambio, ante la capacidad narrativa de Lee en la parte central de la película, cuando Pi se enfrenta, en la embarcación, con la hiena que agrede a la cebra y al orangután, y luego, con el tigre. Es decir, la película gana en la exposición del cotejo físico, del enfrentamiento con las bestias, en la lucha para sobrevivir. Lee hace la crónica de las destrezas que adquiere el muchacho para resistir, pero también de sus actitudes frente a la fatiga, al peligro, al desánimo y a la necesidad visceral por mantenerse. En este intermedio “descriptivo” radica lo mejor del filme. Tal vez porque en él Pi no aparece “tipificado”, ni “santificado”, ni convertido en el protagonista de un expediente. Y los animales no son personajes de Disney.

Ricardo Bedoya

Favoritas del 2012: Martín Sánchez Padilla

Sin orden de preferencia, con solo estrenos comerciales y un DVD, y algunas glosas:



"Un método peligroso", Cronenberg


Como lo comentara Jorge Bruce en la entrevista que le hiciera Ricardo Bedoya tras del estreno, no se le hace justicia a Sabina Spielrein en el filme (revisar biografia escrita por Karsten Alnaes), sin embargo, queda como un detalle menor (opción del director) ante la formidable tension de pulsiones e inteligencias que interpretan Mortensen y Fassbender. Sospecho que se convertira con el tiempo en un filme de culto.



La invención de Hugo Cabret
"La invención de Hugo Cabret", Scorsese

Como un juguete hecho por un adulto pensando en niños cinéfilos. El sueño de Scorsese voló alto.


"Operación Skyfall", Mendes

Todo empieza de nuevo y sin embargo no podrá ser igual. Desde mi punto de vista integra el top Bond al lado de "Goldfinger", a pesar que Craig (ciertamente un Bond postmoderno), no desborda como si sabia y debia hacerlo Connery. Mendes ha resucitado al Bond que Rob Cohen intento liquidar en la primera escena de xXx.


"Un papa en apuros" ("Habemus Papam"), Moretti

Lejos de esa cima que es "La habitación del hijo", Moretti se las arregla para entregar su versión personal sobre las simples complejidades que generan el temor al ejercicio del poder y las dudas desde la fe. La actuación de Piccoli paga la cinta.


"Argo", Affleck

La trascendencia de Affleck ya superó a estas alturas, largamente, la de su oscarizado compañero juvenil Damon.

En la libreta de los directores a seguir.


"El árbol de la vida", Malick

Incomprendida incluso por quienes podrían observarla con otra mirada. Filme puzzle, si cabe el termino, excluyente y sobrecogedor.


"Los descendientes", Payne

Otra cinta llevada de la mano por una interpretación; la de Clooney. Él o Pitt debieron alzarse con el Oscar al mejor actor este año.


"La piel que habito", Almodovar

Tentado de ponerla entre las decepciones del año, y es que el manchego tiene en la mente un inagotable cajón de sastre; recrea, zurce, esconde los hilos, pegotea y. al final, el conjunto luce otra vez y resiste las puestas. Digno retorno de Banderas.



Drive, el escape
"Drive, el escape", Windin Renf

Pisa el acelerador y dispara sin miedo. Se salvó el título original para el estreno, felizmente.


"Comando especial" ("21 Jump Street"), Lord y Miller

El versátil Jonah Hill ya es un referente en la comedia norteamericana.

Esperamos más comedias como esta, en la onda de "Superbad".


Des hommes et des dieux
DVD:

"Des hommes et des dieux", Beauvois

No es Dios, son los hombres ejerciendo su libertad en medio de un campo minado.


DECEPCIONES:

- "Elefante blanco"; Trapero ha puesto ya la valla alta y no obstante la presencia de Darin y su oficio como director, la bien intencionada cinta avanza y se resuelve con prisa.

- "Desde Roma con amor"; breves chispazos de lo que alguna vez, no siendo lo mejor, fue original en Allen.



Martín Sánchez Padilla

miércoles, 2 de enero de 2013

Apuntes sobre dos libros

Se han publicado en meses pasados los libros "Elogio de la luz y otros amores", de José Carlos Huayhuaca, y "La pantalla detrás del mundo. Las ficciones fundamentales de Hollywood", una obra de varios autores dirigida por Juan Carlos Ubilluz.


El libro de Huayhuaca, editado por el Fondo Editorial de la PUCP se suma a una cadena de libros previos, casi todos publicados por la Universidad de Lima, dedicados al cine. Pero "Elogio de la luz y otros amores" no sólo se dedica al cine, sino también a la literatura, a la fotografía, a la danza y otras experiencias y placeres de la visión. Y lo hace con la exquisitez del estilo literario del autor, en el tono usual de la primerísima persona que emplea siempre y con el gusto del detalle, la precisión y también la digresión (justificada, por cierto) propias de su escritura.

Dejo de lado los textos que no tienen que ver con el cine, salvo unoque trata de su vocación por la crítica en el sentido amplio en que Huayhuaca entiende esa actividad intelectual, pues su práctica no ha sido a través del tiempo (con muy escasas excepciones) la del crítico de cine "ortodoxo", sino y lo dice aquí de manera expresa, la del ensayista, ese que se aproxima al cine como uno de sus intereses y amores privilegiados.

Entre muchas otras consideraciones sobre su andadura desde niño en el terreno del arte y la actividad intelectual, Huayhuaca señala con claridad la diferencia entre cierta crítica ditirámbica o condenatoria con otra que hace del análisis su instrumento de aproximación. Así, por ejemplo, leemos: "Los rechazos y preferencias proliferan en la mayoría de las 'críticas' porque son la parte fácil; no así el sustento lógico o racional ni el hábito de compartir las evidencias... Más grave todavía es que, en los peores casos, son ocasiones para ventilar frustraciones y rencores a costa de alguien o, por el contrario, para granjearse su favor mediante la adulación."

El texto, además de su carácter autobiográfico, es una reflexión muy aguda sobre la crítica artística o cultural, y sobre la crítica como articulación textual (escrita u oral) en torno a cualquier tópico, que merece leerse. Otros textos más breves en el apartado "Amor al cine" son "El close up más bello jamás filmado", el de Greta Garbo en "La reina Cristina"; "La muerte de un tigre", en torno al actor y cantante Yves Montand; "Vivir el cine" y "Enseñar cine".




"La pantalla detrás del mundo" se ubica dentro de la corriente de los llamados Estudios Culturales para hacer una aproximación a distintas vertientes de las ficciones del Hollywood contemporáneo: la ciencia-ficción, las comedias románticas, la animación, los serial-killers, los superhéroes, entre otros.

Se trata de un trabajo de equipo promovido en el interior de la Maestría de Estudios Culturales de la PUCP y da cuenta, por primera vez en el Perú en forma de libro, de la incorporación del cine a disciplinas universitarias que antes lo habían excluido.

El psicoanálisis, la sociología, la ciencia política y otras matrices teóricas se aplican al análisis de motivos recurrentes en los "corpus" fílmicos con los que trabajan los autores.

El rigor con que se aplica el instrumental analítico tiene, sin embargo, un serio defecto: ignorar casi por completo el espacio fílmico propiamente dicho.

Es decir, el análisis da cuenta de historias y no de relatos fílmicos, se escribe a partir de personajes y situaciones que están en las películas como podrían estar en una novela o en un cuento.

¿Entonces, qué es lo que aportan de propio e insustituible esos films a esos materiales narrativos? Eso no aparece casi en ningún tramo de los textos, por lo que finalmente se hace un análisis de contenido, razonado y consistente, pero totalmente ajeno a las operaciones fílmicas.

No se puede escribir sobre las películas haciendo un salto de garrocha de aquello que les da existencia como tales y que no son los argumentos, las historias, sino los tratamientos a los que son sometidos en los relatos y en la articulación de los procedimientos expresivos.

Una película no se cuenta, se comenta y, en el mejor de los casos se analiza, a partir de sus imágenes y de la manera en que están articuladas. Eso es lo que no se encuentra en "La pantalla detrás del mundo" y, por lo visto, tampoco en la óptica que anima la incorporación del cine al terreno de los Estudios Culturales en la PUCP.

Isaac León Frías